vuelve personaje. Importa aho–
ra el escritor. Garcilaso como na–
rrador había sido -no seamos
mezquinos- atendido por los
garcilacistas clásicos. Pero ese
surco se ahonda en la lectura
moderna, me atrevería a decir
que acaso comienza, o mejor,
recomienza, cuando en un tra–
bajo de José Durand se asien–
ta la idea de Garcilaso como
Clásico de América.
«El primer
gran humanista, nacido en tie–
rra americana» (1976).Tomar al
Inca como un «clásico» no es un
ditirambo más, es provocar un
desplazamiento, hacia el Rena–
cimiento entre otros espacios
de significación, hacia el gran
debate de la época, entre ma-
quiavelistas y antimaquiavelistas. Es probable que muchos
coincidan en lo que sostiene Carlos Araníbar, el ideal d e l
Inca para gobernante es la un «Príncipe Cristiano», y visto
desde ese ángulo, idealiza sus Reyes Incas. Puede ser. Pero
lo decisivo, en la lógica interna de esta breve historia d e l
garcilacismo, es que Durand lo coloca, al Inca, en un ancho
campo de visiones filosóficas-históricas que ya no so n las
meras disputas entre cronistas toledanos o postoledanos
de la historiografía tradicional.
¿Qué es, en efecto, un clásico? Alguien a quien cada ge–
neración lee de nuevo y de manera diferente. Así, desde
los años ochenta del siglo XX, Garcilaso, en tanto que caso
humano significativo, es atendido, no sucesivamente, sino
al mismo tiempo, por la lingüística, por el psicoanálisis y por
los estudios sobre los conflictos interculturales. Desde la
lingüística y la literatura y la historia a Durand le continúa la
profesora Raquel Chang-Rodríguez, en uno de sus trabajos
sobre los problemas del coloniaje y la conciencia nacional
(1982)
y al mismo tiempo, los signos de «Armonía
y
disyun-
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