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(XXII,

30).

Entre los pueblos elegidos estaban los indios y mes–

tizos y criollos del Reino del Piru. La «pax romana», fracasada,

podía ser reemplazada por una «pax hispánica», siempre y

cuando los equilibrios se restableciesen y se devolviera a los

descendientes de los desposeídos señores cusqueños, rango

y responsabilidades. La filosofía agustiniana no era solo, en

su caso, contemplación, sino una práctica. El hombre mayor

y sereno que es Garcilaso (aunque con un hijo en una criada)

vive la recoleta vida de Sevilla y Córdoba no por azar. No hay

que confundirlo con un estudioso de nuestro tiempo que

se aísla para escribir; su aislamiento es otro, es recoleto a

voluntad. Es praxis, no es solo teoría o pose. No es un criollo.

Para culminar, es bueno abordar las otras visiones del Inca

Garcilaso, tónicas, recientes, veni–

dos de europeos ajenos a nues–

tras querellas por momentos

bizantinas. Garcilaso, así como

ha dejado de ser un asunto de

historiadores, tampoco lo es de

peruanos o peruanistas. Ha en–

trado en otros horizontes y de–

bates. Hay novedades en torno

al Inca, y entre las muchas posi–

bles, preferiré glosar y comen–

tar un par de Carmen Bernand.

Ambas excelentes. La primera

«Un métis dans le Vieux Monde»,

capítulo de un libro en común

con Serge Gruzinski. Esas pági–

nas suyas son sorprendentes.

Uno se puede preguntar qué

se puede decir de nuevo sobre

Garcilaso, el mestizo perdido en la España de los Austria

en el XVI, y Bernand lo logra. Toca temas de su vida que se

nos habían pasado, francamente: Garcilaso y los moriscos

por ejemplo. Sí, esos moriscos,

300

mil de los cuales vivían

en los alrededores de Granada y de Valencia, en su mayoría

horticultores, artesanos. El Islam había sido abolido desde

1526,

pero la aristocracia se valía de esos moriscos, explica

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