tiva o laudatoria, se alumbra de amor en las páginas llenas
de ternura y suave emoción del inca Garcilaso, en las que
apunta, por primera vez, el sentimiento hondo y subyugante
de una patria peruana»
(Cronistas del Perú,
1945).
Obsérvese
cómo Porras subraya ciertos rasgos, precisamente los que
provienen de la subjetividad, «sentimiento hondo de una
patria peruana, la ternura y la emoción».
Porras investigó el episodio de Montilla, fue al lugar, un
pueblo andaluz, comprobó que Gómez Suárez de Figueroa
fue un buen vecino, el ex pedigüeño en Cortes, el ex sol–
dado, sensato indiano reconvertido a los negocios rurales.
Se ocupaba de trigos y de caballos señala Porras. «Años de
adaptación, de recogimiento y de estudio». Agregaría, de
éxito social, porque debió ser Garcilaso hombre muy cabal
puesto que el tío no solamente lo cobija sino lo hace su he–
redero. A la muerte de la esposa, de la tía, goza de renta y
casa. Porras indica que «la amistad con los clásicos», debió
haberse proseguido en la casona señorial de los Vargas, en
la biblioteca, entre «censos y viñedos». De ahí que, desde esa
seguridad y cierta holgura material, ya aparece proyectando
La Florida
y
Los Comentarios Reales.
Un detalle, en Montilla, en
1586,
señala Porras, se fecha su primer trabajo, los
Diálogos de
amor de León el Hebreo.
A los
46
años. Algo más ha pasado en
Montilla. Nace a las letras el Inca Garcilaso, de las cenizas de
Gómez Suárez de Figueroa. En su investigación en arch ivos
parroquiales, Porras ve surgir ese nuevo nombre ligado al de
un pariente, del poderoso tío, don Alonso de Vargas, luego,
de a pocos, bautizo tras bautizo es que el forastero indiano
firma la palabra lnca.
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En otro orden de cosas, Porras sostiene
que lo mejor de Garcilaso escritor-historiador es
La Florida
del Inca.
Ahí descuella, dice. «Los episodios que le contara
el capitán Silvestre... sin inventar nada o agregando solo lo
accesorio o psicológico, los dota de una vida nueva y de una
sugestión invisible que proviene principalmente de la téc-
nica demorada del relato, de la gracia de los detalles».7
En fin, con Porras concluye el debate entre histo–
ria seca y testimonio vital. Ha vencido, dice,
«esas dos trincheras de su desconfianza, y
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