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tud de ciertas afirmaciones que formula ...»

y

luego, lo hace

pedazos. ¿Qué defiende en Garcilaso? Defiende su veracidad,

su honestidad, su originalidad. Es, pues, fuente, pero no dice

que contenga por completo la verdad.

Si se lee bien a Riva Agüero se observará dos operaciones.

Por una parte, paulatinamente se aleja de sus primeras tesis

en la que por poco cae en la conocida versión garcilacista de

un imperio de dulce régimen en manos de sapientes Señores

Incas. Su otra operación es buscar el equilibrio entre las fuen–

tes encontradas, equidistante de unos

y

otros. No es tiempo

ni lugar para indicar meticulosamente cómo se modifica la

historicidad del propio Riva Agüero, su propia lectura de

Los Comentarios Reales,

desde

La historia en el Perú,

hasta

Las

lecciones sobre la civilización incaica

de

1937.

Pero al menos,

marcaremos aquí, algunos hitos de distanciamiento.

Al contrario de Garcilaso, no toma al lncario -sin mengua

de admiración- por el resultado de un nacimiento ex nihi–

lo, la primera pareja fundadora, etc. No fue una invención,

piensa, sino una consecuencia de civilizaciones anteriores.

Es decir, da un lugar a Tiahuanaco, tras el acopio de datos fi–

lológicos, de la arqueología. No cree tampoco en un Imperio

incaico sino en períodos, primero Incas Hurin, luego Hanan.

Por razones de su propia extracción de clase, admite sin difi–

cultad esa legitimidad de los Incas venida de los vínculos de

la sangre pero también de una suerte de selección, es decir,

supone una élite tradicional, la llama «una aristocracia verda–

dera de sangre, gentilicia

y

fisiológica». No está de acuerdo

con Garcilaso en el tema del monoteísmo, no es Pachacamac

el dios invisible de los antiguos peruanos sino Viracocha,

y

que estuvo desde siempre, no era materia de ninguna

evolución. Tampoco cree que no hubo sacrificios humanos

y

en la materia prefiere al cronista Cieza. Pero he dicho dos

operaciones, la segunda es la búsqueda de equilibrio: «Valera

y Garcilaso presentan el lado risueño y luminoso del gobier–

no de los Incas; las informaciones de Toledo, el Padre Cobo

y Pedro Pizarro el lado oscuro y disforme. Tan erróneo sería

ver exclusivamente este último como lo fue solo atender al

primero. Es menester unirlos hasta que se fundan en ese tono

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