cuenta, uno más o menos, y eran de un caballero
llamado Juan Rodríguez de Villa lobos, natural de Cá–
ceres; no eran más de tres juntas; llamaban a uno de
los bueyes Chaparro y a otro Naranjo y a otro Castillo;
llevóme a verlos un ejército de indios que de todas
partes iban a lo mismo, atónitos y asombrados de una
cosa tan monstruosa y nueva para ellos y para mí. De–
cían que los españoles, de haraganes, por no trabajar,
forzaban a aquellos grandes animales a que hiciesen
lo que ellos habían de hacer. Acuérdome bien de todo
esto, porque la fiesta de los bueyes me costó dos do–
cenas de azotes: los unos medió mi padre, porque no
fuí al escuela; los otros medió el maestro, porque falté
della. La tierra que araban era un andén hermosísimo,
que está encima de otro donde ahora está fundado el
convento del Señor San Francisco; la cual casa, digo lo
que es el cuerpo de la iglesia, labró a su costa el dicho
Juan Rodríguez de Villalobos, a devoción del Señor
San Lázaro, cuyo devotísimo fue; los frailes franciscos
compraron la iglesia y los dos andenes de tierra años
después; que entonces, cuando los bueyes, no había
casa ninguna en ellos, ni de españoles ni de indios.
Ya en otra parte hablamos largo de la cómpreda de
aquel sitio; los gañanes que araban eran indios; los
bueyes domaron fuera de la ciudad, en un cortijo, y
cuando los tuvieron diestros, los trujeron al Cozco, y
creo que los más solenes triunfos de la grandeza de
Roma no fueron más mirados que los bueyes aquel
día. Caundo las vacas empezaron a venderse, valían a
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