para que sirviesen de tan cerca al hombre, acuden con mu–
cha nobleza y lealtad a lo que quieren hacer dellos; tanto,
que a pocos días después de domados, juegan cañas en
ellos; salen muy buenos caballos. Después acá, como han
faltado las conquistas, faltó el criarlos como antes hacían;
pasóse la granjería a los cueros de vacas, como adelante di–
remos. Muchas veces, imaginando lo mucho que valen los
buenos caballos en España, y cuán buenos son los de aque–
llas islas, de talle, obra y colores, me admiro de que no los
traigan de allí, siquiera en reconocimiento del
beneficio que España les hizo en enviárselos;
pues para traerlos de la isla de Cuba tienen
lo más del camino andado, y los navíos,
por la mayor parte, vienen vacíos; los
caballos del Perú se hacen más
temprano que los de España,
que la primera vez que jugué
cañas en el Cozco fue en un caballo tan nuevo
que aún no había cumplido tres años.
A los principios, cuando se hacía la conquista del Perú,
no se vendían los caballos; y si alguno se vendía por muerte
de su dueño o porque se venía a España, era por precio
excesivo, de cuatro o cinco o seis mil pesos. El año de mil
y quinientos y cincuenta y cuatro, yendo el mariscal Don
Alonso de Alvarado en busca de Francisco Hernández Gi–
rón, antes de la batalla que llamaron de Chuquinca, un
negro llevaba de diestro un hermoso caballo, muy bien
aderezado a la brida, para que su amo subiera en él; un
caballero rico, aficionado al caballo, dijo al dueño, que es–
t aba con él: «Por el caballo
y
por el esclavo, así como vienen,
os doy diez mil pesos», que son doce mil ducados. No los
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