REVOLUCIÓN DE INGLA'l'EURA.
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determinado peligro de la vida justifica al hombre
para hacer fu ego ó dar de puñaladas al que le aco–
mete, pero en vano han tratado, durante largo tiem .
po, de describir .en términos precisos Ja mag·nitud del
peligro. Sólo dicen que no debe ser peligro leve, sino
de tal naturaleza
lfUC
pudiera infundir serios temores
á
un hombre de corazón sereno. Y ¿quién se atrevería
á decir cuál es el temor que merece llamarse serio,
ó
cuál es precisamente el temple de corazón que me–
rece calificarse de •ereno? Es, en verdad, bien sensi–
ble que la naturaleza de las palabras y de las cosas
no admita legis lación más precisa,
y
tampoco puede
negarse que con gran frecuencia se obraría, mal si
los hombres fueran jueces en propia causa y proce–
diesen inmediatamente á poner por
opra
el propio
jujcio. Sin embargo, ¡,quién, fundándose en esto, se
atrevería á prohibir Ja propia defensa'? El derecho de
todo pueblo á resistir
á
un mal gobierno tiene gran–
dísima analogía con el derecho de todo individuo,
en la ausencia de protección legal, á d
ar muerte al
que le acomete. En ambos casos, el mal dP.be ser g·ra–
ve; en ambos casos deben agotarse todos Jos medios
regulares
y
pacificos de defensa, antes que la parte
ag raviada eche mal?-o de recursos extremos. En am–
bos casos se incurre en grandísima res ponsabilidad,
y
la carga de la prueba cae sobre el que se ha aventura–
do á acudir á medidas desesperadas,
y
si no puede vin–
dicarse, es justamente merecedor de los más severos
castigos. Pero ni en uno ni en otro caso podernos ne–
gar, en absoluto, la existencia del derecho. Un boro
bre rodeado de asesinos no ha de dejarse dar de
puñaladas sin emp icar sus armas, sólo porque nadie
haya podido aún defiqir, con precisión, la magnitud
del peligro que justifica el homicidio. De igual modo,
la sociedad no está obligada
á
sufrir pasivamente