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zar de libertad. La anarquía y el desorden,

sin embargo, no le permitían alcanzar la

tranquilidad que deseaba. Debía vivirse

con la suerte del país, de sóbresalto en so–

bresalto y de alarma en alarma; había que

tomar las armas, con las cuales se defendía

también el hogar y el porvenir.

Mariano Melgarejo, a quien Linares bo–

rró de las listas militares, por borracho, y

a quien Belzu perdonó la vida,

asc-~ndía

resguardado por las bayonetas. Era el mis–

mo que ante una proposición revoluciona–

ria que le hiciera Adolfo Ballivián, res–

pondió con un folleto en el cual sostenía

que sólo las causas de la legalidad y dd

orden levantarían su brazo.

Ahora, pese a las sonrisas y dudas de

muchos, era el presidente de hecho. En los

cuarteles, eliminado el contrincante, g·ene–

ral Sebastián Agreda, a quien acompañaba

la simpatía del general Achá -postulante

y padrino eran caídos-, se le aceptó por–

que era de extracción cuartelera. Y el cuar–

tel se había arrogado, robustecida por la

tendencia de Achá, la facultad de manejar

el país. En cierto modo, Melgarejo era la

presencia del ·ejército en el poder.

. La Paz fué ]a residencia del gobierno.

La temía y deseaba vigilarla de cerca, man–

tenerla quieta con la presencia de un ejér–

cito ensoherbecido y vicioso. Para ganarse

la simpatía local, decretó la creación de un

monumento a la revolución del 16 de julio

de 1809 y mandó efectuar una suscripción

en favor de

lo~

hospitales. Letra muerta:

las manos oficiales se encargaron

d·~

anu–

larlos en los hechos. En vez de ayuda, los

fondos de sanidad fueron tomados para fi–

nes militares.

No había Constitución. Las municipali–

dades podían nombrar sus empleados y en–

tenderse con tareas de caridad, mercados,

casas de abasto, fuentes públicas, alame–

das, teatros, enterratorios; pero, práctica–

mente, fueron abrogadas. La de La Paz

prohibió la feetividad de Carnaval, y Mel–

gar·ejo le rectificó.

El pueblo resistía instintivamente al go–

bierno. No hubo, a su ingreso en La Paz,

ni recepción calurosa ni entusiasmo, que

esperaban los "revolucionarios" alzados

contra la Constitución. De ahí que cuando

Melgarejo salió de la ciudad, y se supo que

Manuel Isidoro Belzu había escapado de

Islay y encaminábase a La Paz, la opinión

se preparó para la transformación política.

Los antiguos belcistas, preteridos o perse–

guidos por los gobiernos últimos estaban

dispuestos a sost-enerlo. Y Belzu constituía,

por el momento, la esperanza única para

terminar la tortuosa dictadura Melgarejo–

Muñoz. "Se comprende -decía Sotomayor

Valdés-, cómo los descontentos de La Paz,

entre ellos muchos que antes no habían sido

partidarios d·e Belzu, se fijaron en él para

que acaudillase una revolución, y derrocase

a un gobierno que había tomado a su cargo

hacer olvidar, o más bien hacer perdonar

todas las dictaduras pasadas".

A medida que avanzaba Belzu, se le su–

maban indios, artesanos, cholos, g·entes aco–

modadas, hombres, muj-eres y niños. Revi–

vía la antigua popularidad, y ahora esta–

ban a su ·lado inclusive los ciudadanos que

le combatieron por charlatán y engañoso.

Pasó por las provincias

y

en cada una de

ellas brotaba una tensa emoción belcista.

Como en otros tiempos, sus amigos y aque–

llos que le querían sin conocerle, fueron a

recibirle. Ingresó en La Paz en medio de

una fiesta jubilosa. No tuvo necesidad de

decir que buscaba la presidencia: tácita–

mente se le reconocía su derecho a ella. Las

autoridades departamentales, impotentes

para reaccionar, huyeron, y una de ellas

fué a dar alcance a Melgarejo para avisarle

la nueva. Del Perú venía, al galope de su

caballo, ·el coronel Narciso Campero para

informar por su parte al tirano el ingreso

de Belzu a Bolivia.

En La Paz, el pueblo, decidido, prepa–

raba barricadas, aprestábase a la lucha,

porque de nuevo tenía una causa que de–

fender y un ideal por el cual morir. Belzu

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