mó. Por sus actos se colegía que rechazaba
cualquier contralor; qae no había más nor–
ma que la férrea y terrible voluntad del
mandatario de un tipo medieval.
La pasión reformista de Linares lo tocó
todo: abogacía, clero, ejército. Redujo suel–
dos, impuso economías en el presupuesto.
Había en sus tendencias una superlativa
exageración, que le alejaba del pequeño
mundo político en que estaba obligado a
moverse. Con Linares empezó a no existir
leyes ni decretos ni valor humano alguno.
Apuraba -escribió un observador impar–
cial-, "los arbitrios de la dictadura hasta
llegar al terrorismo". Cuando las pública–
ciones periódicas se referían al momento
político del país, llegó Linares a la exacer–
bación. El 31 de marzo de 1858 señaló la
manera de juzgar "los delitos contra la se–
guridad del Estado"; prohibió el uso de la
prensa para discusiones políticas y dispuso
que las publicaciones contrarias a la reli–
gión y la moral y las dirigidas contra la
vida privada de los ciudadanos, no queda–
ban sujetas al conocimiento de los tribuna–
les ordinarios, para los cuales también puso
"en vigencia una nueva ley de organiza–
ción judicial, un nuevo código de procedi–
miento criminal, una ley suplementaria de
procedimiento civil y otra de juicios con–
tencioso-administrativos y de juicios coac–
tivos". Los actos del gobierno no podían
ser analizados ni criticados. "Estableció
tribunales de represión discrecionales". La
dictadura fué tan violenta e inmisericorde,
que perdió el apoyo que el pueblo le brindó
en 1857. Por su parte, ·el dictador hizo lo
que estuvo a su alcance para alejarse de la
masa, y en sus palabras había un franco
desprecio por las energías populares.
El pueblo que con Córdova se mantuvo
a la expectativa, con Linares ya tenía un
motivo de pelea. Si las medidas del dicta–
dor, en algunos casos, parecían convenien–
tes, no podía justificarse la supr·esión de
la libertad. No importaba, por ejemplo, que
hubiera dispuesto que los abogados que,
por impericia, perdiesen una causa, paga-
ran a las partes los daños que les ocasiona–
ren. Deseaba justicia; anhelaba ser oído.
Comenzó, por consiguiente, el motín. Lejos
de La Paz, Melgarejo levantó a sus solda–
dos, y fué dominado; Agreda conspiraba,
y fué descubierto. Entonces saltó otro rasgo
de la dictadura; si antes fué la prohibición
de examinar por la pr·ensa los actos del go–
bierno, ahora era la prohibición de cons–
pirar. El gobierno, atrabiliario, despótico,
declarábase intangible. "Los delitos contra
la seguridad del Estado serán separados de
la jurisdicción ordinaria, y el gobierno,
averiguada sumariamente la verdad del
hecho inculpado, lo someterá a las medidas
discrecionales que tenga a bien tomar".
Empero, la réplica fué el motín, actitud
que resumía la desesperación nacional. Los
belcistas querían tomar puestos de trin–
chera. El 10 de agosto, un grupo de pai–
sanos capturó el batallón
P,
de La Paz, y
allí un sargento actuó con el nombre de
Belzu en los labios. El peligro dentro del
cuartel quedó pronto contrarrestado. Los
amotinados llegaron a la plaza y dispara–
ron sus armas contra
-el
Palacio; una bala
hirió de muerte al general Juan José Pru–
dencio, que tenía mucho parecido con el
dictador. Los gritos en el remolino suble–
vado, no eran otros que "Viva Belzu".
Después de este acontecimiento, circuló la
noticia de la muerte del presidente, quien
montó a caballo, púsose las insignias del
poder y, seguido de un séguito, paseó por
las calles.
Procesados los cabecillas del motín, fue–
ron condenados a muerte. Degradado pre–
viamente, cayó en el patíbulo el padre
franciscano Manuel Pórcel y a su lado el
mayor Blanco, el teniente Clinger, los sar–
gentos Salvatierra y Calero. Las represio–
nes estimulaban el desengaño, empujaban
a la acción. El motín se movió de uno y
otro lado, sin tregua, sin concierto a vec-es,
pero seguro, infatigable, usando la misma
contumacia que Linares puso para tomar el
poder.
El día 14 de enero de 1861, los propios
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