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huyó. Pero sólo era una tregua, una pe–

queña pausa.

En la ciudad de la La Paz, se levantó

contra Ballivián el batallón 10. Entramos

al 17 de diciembre. Eran seis meses de

luchas, de revueltas frenadas, de revueltas

que se disolvían en los pliegues del miedo

o de la cautela. Un comicio popular -sig–

no franco de la presencia del pueblo–

que llenó el Loreto y sobró gente en las ca–

lles y plazas, desconoció

la

autoridad de

José Ballivián. Ya no era el hombre acla–

mado. Se pensó en·Velasco. El pueblo no

actuaba a pasos cortos. Nombró Prefecto a

Ildefonso Huici, que había sido condenado

a muerte por el régimen y que esperaba el

cumplimiento de su sentencia en el cuartel

de Viacha; reconoció a Manuel Isidoro Bel–

zu como Comandante General del Norte y

lo ascendió a general. Estaba dicha su pa–

labra. Podría considerarse que Ballivian,

a pesar de sus esfuerzos, era ya un político

caído. El comicio, cumplida su misión, se

dispersó. Huici fué sacado de los dinteles

de la muerte. Belzu llegó el 23 de diciem–

bre a La Paz, y fué aclamado en las calles.

Desde ·ese instante, el caudillo que nacía

en él, tomaba impulsos para un vuelo largo.

Avaneemos un poco en el territorio, a

pesar d-el concreto marco de esta reseña. El

general José Ballivián veía con claridad la

situación: no podía continuar gobernando

a un país que se le resistía en los cuatro

costados. Todo, a su alrededor o más allá,

era conspiración. Conspiraban los milita–

res y cons-piraban los civiles.· Conspiraba

también el general Eusebio Guilarte, como

conspiraban los crucistas por su lado, co–

mo lo hacía, por su parte, el general Ve–

lasco. Entre los adversarios, José Ballivián

creyó oportuno llamar a Guilarte y entre–

garle el Poder, como a Presidente del Con–

sejo de Ministros. .Sabía la inutilidad de

este valiente militar, y por eso confió en

él. Quería ser, en ·el desenfreno de la anar–

quía que vislumbraba, el hombre necesario,

el indispensable e insustituíble. Tomó en–

tonces la embajada de Chile y se fué.

La

entrega del mando se produjo el 23 de

diciembre.

Guilarte avanzó del Sur hacia el Norte

con el deseo de frenar el ritmo de la re–

vuelta antiballivianista. También se equivo–

caba. Sus propios colaboradores militares

le repudiaban y le minaban el terreno. Y

Guilarte, aunque no se diera cuenta, estaba

tambaleando; el más leve impulso acabaría

por tumbarlo.

Manuel Isidoro Belzu preparó un ejér–

cito, en el cual los voluntarios formaban

legión. Los hombres que manejaban las he–

rramientas, los que leían, los que alquila–

ban su trabajo, iban a buscar una plaza

en los batallones. Avanzó el flamante ge–

neral hacia Oruro, siendo despedido, en ju–

bilosa manifestación, en la oeja de El Alto.

Cuando llegó a la ciudad del Pagador, los

soldados habían desconocido a Guilarte,

disparándole armas. El general repudiado

se dió tiempo para tomar una bestia y ga–

lopar hacia la frontera con el Perú. Triun–

fó Velasco, aunque militares y civiles pro–

clamaban a Belzú, quien no quiso tomar el

gobierno, no obstante de que el camino le·

estaba allanado con respaldo militar. Lo

entregó a Velasco y fué su ministro de

guerra. Y en el gabinete se instauró una

pugna abierta entre Belzu y Olañeta,

entre dos cálculos,

entr~

el viejo doctor y

el nuevo general, que tendrá un desenlace

no inesperado pero sí violento.

El 8 de enero de 1848, Belzu, en su ca–

lidad de Comandante General del Norte,

dictó un decreto ordenando que los restos

del general Agustín Gamarra, sepultados

en el campo de Ingavi, fueran trasladados

a la catedral de La Paz, donde se le rindie–

ron honores. Preveía, asimismo, su entrega

al Perú. Velasco aprobó lo actuado.

El 18 de enero, el general Velasco asu–

mió, por decreio, el poder por cuarta vez.

Era también la última, aunque no la última

tentativa de volver a tomarlo por la sedición

y el motín. Pero es necesario reconocer que

Velasco sabía retirarse a tiempo, para vol–

ver a tiempo

y

a destiempo.

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