sazón y que en La Paz alcanzó a
42.842
habitantes. En los pormenores de aquel em–
padronamiento, se buscaba fines estadísti–
cos, pero también políticos: el número de
la casa, la manzana en que estaba ubicada,
tamaño de ella, cuartos, nombres y apelli–
dos de los moradores, profesión, etc. Datos
inofensivos, en apariencia, pero que des–
pertaron las suspicacias de la masa, que
suele ser adivina. Además, ésta había apren–
dido a recibir con nerviosi<Jad y descon–
fianza las disposiciones del gopierno de Ba–
llivián.
SOLDADOS, CUARTELES Y GENERALES
Robustecía una conspiración estimulada
y
movida por el gobierno peruano, que
presidía el general Ramón Castilla, uno de
los derrotados y prisioneros de Ingavi. No
fué difícil para los agentes del presidente
Ballivián saber de dónde soplaban los vien–
tos de la rebelión. Las causas radicaban en
la obc-ecación de tomar el desquite por la
jornada de lngavi. Revelados los oscuros
propósitos de la confabulación era fácil
descabezada. Sabiéndose descubierto, don
Pedro Astete, diplomático peruano, pidió,
reiteradamente, sus pasaportes, pretextando
razones de salud. Era una forma de eludir
responsabilidades. Pero Ballivián hizo co–
nocer al país los verdaderos motivos de la
revolución -llamábanse revoluciones a los
golpes militares, a las sediciones-, y es·
tableció, por decreto, la interdicción con
el Perú. Corría el año
1847.
Al referir
estos sucesos, forzoso es d-ecir que el centro
de acción de ellos era La Paz, en conexión
con el resto del país.
Los gobiernos de Bolivia, y particular–
mente los presidentes, por falta de cálculo
exacto, no supieron retirarse a tiempo, pre–
firiendo, como decía Bautista Saavedra, ser
echados a balazos.
Medidas precaucionales indispensables
movieron .al gobierno a enviar algunas tro–
pas hacia la frontera con el Perú. Podía
sobrevenir una lucha armada. En una de las
unidades destinadas al Desaguadero, figu–
raba el coronel Manuel Isidoro Belzu. Re–
tornó a la ciudad con tres días de licencia
y no se reincorporó más a su regimi-ento.
Este militar odiaba a muerte a Ballivián,
su antiguo compañero y jefe, a quien ha–
bía colaborado, como nadie, con lealtad. El
motivo propulsor de ese sentimiento eran
dos cartas que guardaba en su poder, es–
critas por su esposa, Juana Manuela Go–
rriti, al general Presidente, en las cuales
se descubría la infidelidad conyugal. Ha–
bían llegado a manos de Belzu por medio
de Mercedes Coll de Ballivián.
El Presidente llamó a Belzu y, en su
gabinete de trabajo, le ordenó volver de
inmediato a su destino. Negóse a obedecer
el interpelado. Recordóle-el mandatario que
esa actitud correspondía a un desertor. No
se inmutó Belzu, aunque el rencor le dic·
taba palabras de sangre; dijo estar dispues–
to a buscarse otra forma de vida. Las frases
y las voces crecieron en tono y fueron ha–
ciéndose hirientes. Belzu, sin guardar ya
disimulo, acriminó la conducta de Balli–
vián respecto de la esposa de uno de sus
subalternos y, llegando al trance difícil des–
envainó su espada e incitó al Presidente a
d-efenderse y atacar. Mal de su grado, tuvo
que hacerlo éste y viéndose en el suelo,
pidió auxilio. Esa voz le salvó de morir.
Oportunamente acudió uno de los edecanes.
Ballivián, como era su costumbre, podía
fulminar una sentencia de muerte contra
Belzu. No lo hizo. Limitóse a degradarlo
y disponer que se lo diera de alta, como sol–
dado raso, en el regimiento acantonado en
Obrajes. Pero este soldado, pronto fué re–
conocido por sus antiguos camaradas y su–
balternos. Alternando con ellos, les con–
vocó a la insurrección. Aquella misma no–
che era ya acatado como jefe de la unidad,
y tenía ganados varios oficiales a su causa.
Al amanecer, salió con la fuerza y atacó
el Palacio de Gobierno. Ballivián, sabién–
dose poco menos ·que perdido, huyó. por el
techo, desco1góse a una casa vecina, cabal-
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