gó en un caballo sin montura y salió de la
ciudad hasta El Alto.
Belzu entró en Palacio y se dirigió al
dormitorio del presidente. Allí sólo se en–
contraba la nueva amiga del mandatario.
Cuando bajó ·a la
pl~za,
llegaba también el
Juana Manuel Gorriti esposa del general Belzu
y
prestigiosa escritora.
coronel Mariano Ballivián, hermano del
Presidente, quien con un vítor transformó
la situación. Belzu tuvo que huir, a su vez,
y, al tiempo de hacerlo, sintió que un par
de manos ponían en. sus hombros una ca–
pa: eran las de Mariano Ballivián. Se ocultó
en las afueras y luego fué a casa de unos
amigos, para salir de la ciudad, vestido de
indio, camino del exilio.
Ballivián regresó al Palacio, y ordenó
la persecución de Belzu -contra quien hizo
dictar sentencia de muerte- y de sus eo–
laboradores. Promediaba el mes de junio.
Estos acontecimientos se desarrollaban en–
tré las cuatro paredes de las habitaciones,
en los cuartos de banderas de los cuarteles,
e!l las cuadras, en medio del ocio militar
o del ensoberbecido círculo palaci-ego. Una
vez producidos, fracasados en las más de
las ocasiones, el pueblo se enteraba de las
novedades. más por los resultados que por
los hechos mismos. No había, por tanto,
intervención popular. Hemos visto, y lo
sabía el pueblo, que las faldas sirvieron
de móvil para una tentativa revolucionaria.
No era nuevo este factor en el proceso his–
tórico. Y el comentario reía. Si ahondá–
ramos en las motivaciones de nuestro des–
arrollo y nuestros avatares, encontraríamos
muchas prendas íntimas de mujer, empu–
jando o frenando los acontecimientos.
La consecuencia inmediata fué el fusila–
miento del capitán Carlos Echazú y del sub–
teniente Rafa·el Torrelio, acusados de ha–
ber escuchado, sin resistencia, las incita–
ciones a la insurrección militar. Los dos
militares se desplomaron con las descargas
de fusilería el lO de julio de 1847. Los
castigos, en vez de remediar la situación
o detener el motín, robustecían la oposi–
ción, determinaban que todos se cohesio–
naran con el aliciente de
conseguí~
la li–
bertad.
El rigor de las sanciones no paralizó la
corriente antiballivianista, más compacta
por cada violencia. El movimiento crecía,
subterráneo, frente a las demasías del Po–
der y a las arbitrariedades del régimen. El
general José Miguel Velasco -¡cuándo no
iba a reaparec·er!- sublevó el 2 de noviem–
bre las tropas de su mando y se autopro–
clamó Presidente Provisorio de Bolivia
"por mandato de los
p~eblos".
Los pueblos
nada sabían de la rebelión del senecto ge–
neral. Movilizóse, pues, el gobernante para
combatir con las armas al sedicioso.
No perdió Belzu esta coyuntura. Dejó el
exilio de la frontera peruana, avanzó hasta
el Desaguadero, donde había fuerzas mili–
tares que antes había comandado, sedujo
al batallón, incluyendo soldados y oficia–
les. A la cabeza de la fuerza armada siguió
camino adelante y constató que en torno
suyo hervía la rebelión, e iniciábase la
adhesión popular a ella en todo el Norte.
El Sur del país era idéntico: una ·ebullición
de resistencia, un apronte de pelea en sazón
para estallar. En Huarina, cuando Belzu
creía fácil su ingreso en La Paz, se le puso
al frente el coronel Mariano Ballivián, que
comandaba tropas. Chocaron los hombres
y las armas. Derrotado, Belzu nuevamente
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