12 del día. Cuando ingresó a la actual calle
América, un piquete de carabineros inten–
tó detenerla, pero fué arrollado; huyeron
los soldados al cuartel situado en la
~ctual
municipalidad. En el trayecto, la masa se
bifurcó; una parte continuó al cuartel y la
otra al Palacio. Minutos después se empe–
ñó la lucha desigual, febril, impaciente. Era
la batalla de las armas de los carabineros
contra los palos, las piedras y algunas ar–
mas del pueblo.
La multitud que perseguía a los carabi–
neros llegó a la esquina donde ahora se le–
vantan los edificios de los Bancos Central
y Mercantil, y fué recibida con una descar–
ga cerrada: cayeron hombres, mujeres, ni–
ños. La tierra teñías-e de rojo, mientras los
gritos de dolor de los heridos embravecían
a la masa.
·
Un militar retirado, el coronel Miguel
Aguirre, colocó en la punta de su espada
un pañuelo blanco, y levantándolo en alto,
como signo de tregua, avanzó para conf.e–
renciar con los carabineros y sus comandan–
tes; a los pocos pasos, una descarga le tum–
bó al suelo.
Las balas hacían estragos. En el cuartel,
los comandantes de la revuelta calculaban
que con tendales de sacrificados domina–
rían al pueblo. Se equivocaban. El pueblo,
enfurecido, arrancaba las piedras del sue–
lo, allegaba palos, buscaba armas y prose–
guía su ataque. Nadie lo comandaba. Era
una montonera, un remolino enfrentándose
a las armas. En el ardimiento frenético de
la lucha, resonaba, con vítor ronco, como
signo estimulante, el nombre de Manuel
Isidoro Be1zu,
y
crecía el ímpetu de hom–
bres
y
niños. La desesperación se hacía
coraJe.
Los P"enerales Ballivián y Prud·encio, a las
cinco de la tarde,
entre~aron
el mando a
los capitanes Torrelio, Silva y Munguía, y,
después de haber suscitado la
he~"'atombe
horripilante, para eludir responsabilidades,
subreoticiamente, con cualquier pretexto,
salieron del cuartel, tomaron sus cabalga–
duras y huyeron de la ciudad al galope por
T. 11.
el camino de Río Abajo. Iba también con
ellos el general Guilarte. Los tres poníanse
a salvo del desastre y del castigo, sin
el
va–
lor siquiera de ordenar que con ellos se re–
tiraran sus oficiales y su tropa.
Siguieron tronando las balas, mientras
la multitud, renovando sus fuerzas, avan–
zaba en oleadas compactas y retrocedía;
volvía al ataque y se replegaba. Durante la
noche entera prosiguieron los fuegos. Sin
desmayos, el pueblo se enfrentó a la vesania
de los carabineros. Hacia el amanecer dis–
minuyeron las descargas: era que una par–
tida de los soldados armados estaban, tam–
bién, huyendo por el mismo camino tomado
por sus jefes. Al fin, después de su largo
e impávido heroísmo, venció el pueblo. Ca–
llaron los fusiles y calló el vocerío. Los
muertos estaban en las calies, en las plazas.
La calma era una calma ·extraña, dolorosa,
llena de angustia. De la masa vapuleada,
masacrada, salió una voz anónima señalan–
do las casas de los enemigos del pueblo,
de Mariano Ballivián y de Isabel Segurola.
Allí fué la multitud llevando un espantoso
desi anio destructor, para vengars-e de sus
verdugos, con la furia redoblaba ·En el pa–
decimiento de la reciente lucha. Romp:ó ce–
rraduras y puertas, rompió muebles, arrojó
a ]a calle los objetos, en un desenfreno irre–
sistible. Los religiosos tuvieron que sacar
las imágenes de los santos para aplacar la
ira popular, y en pr·esencia de ellas, los
nervios aflojaron su tensión, los ojos vi–
driosos se nublaron y el alma dió paso a la
piedad y al perdón; pero la carne martiri–
zada era todavía como una llae;a de fuego.
i
Qué había hecho Belzu? En medio ca–
m;no a Oruro, un corr·eo expreso le dió ]a
noticia d·e la insurrección en La Paz. Midió
la '-"ravedad de los sucesos y regresó con el
pesarlo v lento movimiento del ejército. La
multitud fué a darle encuentro hasta El Al–
to. Su ine-reso en ]a ciudad fué excepcional.
Los cholos, los artesanos, las muieres, los
niños le ro..leaban, tomában]e de las pren–
d.l:ls dP- vestir. ]e
~clamabPn.
Otra s voce$,
cansadas, sólo podían decirle: "Ell2 hemos
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