de varones y dos de mujeres, reg·entadas por
fray José Manuel Rivero, en San Francisco,
Gerónimo Catacora y Ángel Salcedo; y ]as
de niñas, por Petrona Adriázola y Melchora
Mendívil. Los alumnos regulares en las
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es–
cuelas eran todavía escasos con relación a
los intereses de la cultura. Concurrían algo
más de 400. Pero faltaban maestros. Por
eso, bajo la directa inspiración de fray
José Manuel Rivero, que podía apreciarse
como un obsesivo iluminado de la instruc–
ción, se fundó la primera escuela de maes–
tros. De allí podrían salir educadores aptos,
para desterrar la rutina y la improvisación.
La escuela de educandas fué, en buenos
términos, un atisbo de enseñanza media,
ampliación de la primaria.
La imagen aproximada que puede repre–
sentarse de aquel tiempo, es la de un go·
bierno con el arma en una mano; un oído
recibiendo el chisme y la delación y el otro
atendiendo asuntos administrativos, y la
mano restante firmando decretos. En estas
circunstancias se posesionó del Obispado
de La Paz don Mariano Fernández de Cór–
dova; se dispuso "la liquidación del precio
de los esclavos libres por la Constitución";
púsose en vigencia el Código de la Minería;
se ordenó la creación de una Casa de la
Moneda en La Paz; fué reinstalado el Co- .
legio de Artes y Oficios; se dió en remate
a la firma Blaye y Co. la extracción y com–
pra de cascarilla de La Paz.
Volvamos a la otra historia. El general
Gregorio Pérez, Comandante General de I.a
Paz, en connivencia con el coronel Severi·
no Zapata, Hilarión Ortiz, Luis Pantoja,
Félix Reyes Ortiz y Carlos Ascui, se apres–
taba para proclamarse gobernante. La dela–
ción cercenó sus esperanzas. El 21 de mar–
zo de 1853, fueron detenidos y prooesados;
dictóse sentencia capital contra Severino
Zapata e Isidoro Reyes -conmutada des–
pués-; muchos marcharon al confinamien–
to y otros huyeron.
Multiplicábanse con instigación pertinaz
las conspiraciones. Se descubrió que el
di~
plomático peruano Mariano Paredes y el
Vicecónsul Teodoro Zeballos andaban mez–
clados en las intrigas y en el círculo de
descontentos del régimen. Belzu pidió a la
Cancillería de Lima el retiro de los dos
funcionarios. Como no obtuviera resultado,
los expulsó el 9 de marzo. El 5 de mayo,
el Perú envió un ultimátum exigiendo la
destitución del Canciller Rafael Bustillo y
del Intendente José María Zuazo --que in–
t·ervinieron en la expulsión-, la readmisión
de los dos funcionarios y, finalmente, una
indemnización compensadora de la circula–
ción de la moneda feble en territorio perua–
no. Belzu no respondió y se mantuvo alerta
a una posible invasión por la frontera de
La Paz. S.e produjo ella, bien distante, en
el Puerto de Cobija, que fué tomado por
300 hombres, conducidos por el coman–
dante Francisco J orcellano. El puerto fué
entregado al general Agreda, que proclamó
la revolución, mereciendo el calificativo de
traidor a la patria, por haberse valido de
ayuda y complicidad extranjeras para un
fin de política interna. Fracasó, obvio era
esperarlo, el intento. Entonces Belzu, para
poner un límite a esa clase de int·ervencio–
nes, preparó su ejército y, en junio, pasó
la frontera y llegó hasta Pomata. Ll3;mó a
esta operación un "paseo militar como va–
lientes". Era la represalia inmediata de la
toma de Cobija. Volvió a fines de mes, sin
haber tenido choques armados. La política
interna del Perú, agitada, no podía detener–
se en este suceso: le dió una interpretación
pasajera, sin relieve.
Belzu tenía debilidad por los aniversa·
rios que le afectaban. Celebraba así el de
los sangrientos episodios sucedidos en La
Paz en marzo; rememoraba, también, como
fiesta cívica, el del atentado que sufrió y
que, con hábil publicidad, fué presentado
con los signos evidentes de un milagro. El
6 de septiembre de 1853 hubo fiestas. Bel–
zu concurrió, con su comitiva oficial, a una
ceremonia religiosa y después se trasladó
al local donde debía inaugurar el
Cole~io
de Artes, en San Francisco. Cuando hubo
transcurrido el acto oficial, se desplomó un
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