actuaba porque una ley contra ella, amena–
zaba con radicales medidas. Manteníase un
brillante ejército. "Es más peligroso que
útil" -sentenciaba el mismo gobernante-.
Pero lamentaba: "la existencia política de
Bolivia es un problema, mientras le falte
un puerto propio para comunicarse con las
demás naciones, y comerciar por él, sin so–
metimiento a ajenas leyes ni a las condicio–
nes de sus vecinos". ¿Por qué no le dió ese
puerto cuando gobernaba el Perú? En
1831
puso en vig·encia los códigos civil y penal,
como antes el Reglamento Orgánico del
Tr&bajo Minero. Era todo a la vez: estadis–
ta, guerrero, guardián de los caudales
nacionales; ejemplo de austeridad y previ–
sión, paradigma de trabajo.
Ahora
s-~
hallaba frente a una realidad
que había buscado, que había deseado, y
que se traducía en sus propias palabras:
•'Nadie podrá creer qu·e aquí satisfago ni
mis inclinaciones ni mis cuidados, y será
fácil conocer que sólo me propongo un
gran objeto empezando por un grande sa–
cificio". Ese objeto había sido previsto
cuando formaba, en territorio peruano, una
logia·; y se lo veía en su obra de gobernan–
te, encaminada a su fin, el internacional.
Vientos de confusión y lucha soplaban. en
el Perú. Para desarrollar su plan se entr·e–
vistó con Gamarra en el Desaguadero, y el
resultado fué superficial: promesas, votos
de seguridad mutua. Detrás de las palabras,
los dos desconfiaban. Debía tornar a la
pres·encia del país. Poseía profundo sentido
religioso. La demostró con su Estatuto y
con sus actos. En la plaza de La Paz, la ma–
triz demolida era un montón de escombros
dom~e
crecía la mala yerba. Se fijó en el
terreno y fué como si hincara la garra ac–
tora y ejecutora; le aseguró r·ecursos por
ley de
31
de agosto del
31
y colaborado
por el cura Manuel Sanauja, aprobó los
planos y ordenó el trabajo de construcción.
La ciudad estaba creciendo en forma
imperceptible, con paso demasiado pausa–
do. En sus zonas edificadas, se agregaron
otros muros en cuyos techos relucía la paja
nueva. Se diría que fuera pechándose al
campo, para disputarle sitios destinados
a la vivienda. Pero era tan leve el ritmo
de su desarrollo, que allí no parecía pre–
sente la voluntad aimara, capaz de realizar
imposibles. Hasta ese instante no se conta–
ba con un cementerio. El ·existente en Cai–
coni había caído en desuso, y las anteigle–
sias eran todavía pedazos de tierra santa
para pudrir huesos; la edificación del nue–
vo, iniciado allá por
1825,
no había pro–
seguid0. Tuvo que ser Santa Cruz el impul–
sor de la obra. El ent·erratorio levantó sus
muros y su capillita en el sitio donde ahora
visitamos a nuestros muertos.
Se emprendió la construcción de un puen–
te que será después nominado: "Socabaya",
semejante al trabajado en
1830.
No sólo
obras materiales. Obsesión del gobernante
era la enseñanza, la mayor difusión de ella.
Creó, hacia
1835,
el Colegio Normal, ini–
ciando la profesionalización del magisterio.
Por el mismo tiempo, reuníase un nuevo
congreso en La Paz, para considerar la ayu–
da pedida por una de las facciones en pugna
en el Perú. Era el año decisivo. Santa
Cru~
había esperado esta oportunidad; se había
preparado para ella. Se le llamaba como
pacificador. Sus remotos proyectos se cum–
plían. No habían sobrenadado a destiempo.
Aquí empezaba la ascensión vertical de San–
ta Cruz hasta Yungay, donde, también ver–
ticaJmente, caerá de bruces a la realidad. El
15
de junio de
1835,
a la cabeza d·e
4.632
soldados -el ejército que había formado,
disciplinado-, avanzó sobre el Perú, eje–
cutando un convenio firmado con el repre–
sentante del general Orhegoso, Anselmo
Quiroz. Caminaba a la gloria, que cuesta
caro, según sus propias palabras dichas en
alguna lejana ocasión. La ciudad de La
Paz respaldó la expedición. En las filas del
ejército, iban sus soldados, su juventud.
Algunas veces vió el pueblo que los pasos
de la dictadura o la mano del despotismo
apretaban la libertad; conoció que con San·
ta Cruz la democracia era una mentira, pero
eran verdad el orden y el progreso. Olvidó
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