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nos· tortut an con terribles pesadillas, ataean de "espanto·u

(enteritis agUdfl.) a nuestros hijos

y

persiguen con desgra-:

cias a las familias que no le.s procuran los opjetos que ne-

/ cesitan".

H·e aquí, pues, la explicación de los complicados ritos

de .

sus

entierros.

*

Los quichuas no

tem.en

a la muerte. ¿Aeaso no es inevi–

table? Cuando e

stán enf

ermos, la ven

lleg~r

sin sobresaltos

ni dolor. El terror que a nosotros nos- inspil'lan los misterios .

de ultratumba es para ellos desconocido. Estoicamente resig–

nados al destino común de la humanidad, sólo los aflige un

tem·or: qu.e algún

)1

ve de mal a-ugurio

se

apodere de su alma

y

la lleve en

su

pico ganehudo a. un sitio de tormentos

eternos-.

'

'

¿La muerte? La afceptan S'in vacilaciones apenas una

. orde·n o ·el deseo de un personaje amado se las impone. Llu–

vias

diluvi~nas,

trayos, torrentes, aludes, incendios

y

mil pe–

ligros, los afrontan con un coraje extraordinario. H·e aquí un

hecho típico de entre mil.

Dos

de nuestros padres misioneros viajaban a caballo,

con un guía indígena, bajo una tempestad d·esencadenada

que conmovía todo el valle con su fragor. A poco negaron

al borde de un profundo precipicio; al .fondo corría tumul–

tuoso un ancho torrente de barro. A sus pies,

en~re

el rugir

de

l~as

aguas desencadenadas, rodaban entrechocándose las

piedras, los árboles desarraigados, plantíos enteros de maíz

arrancados a algún faldeo, b!oques de roca de tres metros

de alto. Av·enturarse en ese caos se-ría locura; con toda se–

guridad, los padres se verían arrastrados

y

despedazados co–

no débiles pajuehis por la terrible corriente.

Pero era importante que el cura de la parroquia, que

se

encontraba sobre la otra ladera de la montaña, fuera avi-.

sado de la próxima llegada de los misioneros

y \

del poderoso

obstáeulo que

los

detenía. ¿Cómo hacerlo? Sentado a sus

pies, el quichua sorprendió

sus

reflexiones

y

se ofreeió in–

mediatamente a actuar de mensajero. Los padres rehusaron

al punto, en vista d·e

los

peligros de la travesía; pero el

in–

dígena insistió con tanta g·enerosidad

y

ternura, que el men–

saje le fué confiado. "Morir · aqui o en otra parte, ¿no es

acaso lo mismo?", dijo el indio. "Y morir por los padrecitos

e.s un honor". Bendecido por ellos, trémulo de emocién, · el

quichua se lanzó a la mortífera corriente.

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