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tra, una sangre ajena siendo nuestra. Este complicado mecanismo

nos permite vivir en el mundo actual sin dejar de pertenecer al

origen del mundo. Por eso, muchos de sus fenómenos viven todavía

en nosotros, reprimidos u olvidados, pero viven.

¿Entonces, qué de raro tiene el miedo de una elegante de París

al trueno lejano, ni la superstición del sabio, ni el temor a la muer–

te que el ateo

siente~

¿Cómo se explicaría si no la soberbia humana

inclinada ante lo desconocido, clamando o impetrando el apoyo de

esas fuerzas, en la desesperanza y la. zozobra?

Si tal sucede en el hombre evolucionado actual, la realidad del

fetichismo, en la faz inicial de la

concepc~ón

religiosa, estaba perfec–

tamente justificada. ;Los ídol0s tenían las cualidades humanas y esta–

ban dotados de pe.rsonalidad. Y a la par de ellos, como una forma

concreta de las virtudes que se propiciaban o de los daños que se

conjuraban, aparecen los amuletos, innúmeros por su forma y sig-

nificado.

..

No ha habido en la antigüedad pueblo que no los poseyera. Los

Egi.pcios

o;

ar-a-bajos sagrados, sus collares de los que pen-

dían n merosos pequeños obriet()

pie ras talladas en forma

pe

animal · d

B

s

el

uvre

y

en el de

Cluny; los

e conc

1

as redqndas, sus

aros, braza

i ios con sus amule-

tos con ra

1

placas inscritas ;

los Ro a

s enseñan

má~

que

todas

1

or1as

a

r 1!m· va y el origen de

ciertas p '

:uperstimosas, en boga todavía, como veremos más

adelante.

Si del Viejo Mundo pasamos a América, es fácil encontrar el mis–

mo misterio en el alma aborigen, d'ominada por el miedo a los .fenó–

menos naturales y sobrenaturales, afligida por el temor en la iras–

cibilidad de sus dioses, impotente para luchar contra los elementos

y

los poderes maléficos que causaban

enfermedad~s

desconocidas en

las personas, que provocaban la destrucción de sus sementeras

y

la

plaga de sus ganados, cuando no la de los pueblos mismos que se

·hundían de la noche

a

la mañana en medio -de cataclismos impensa–

dos, de terremotos y vendavales. Todos estos males y otros más eran

conjurados en la representación de sus fetiches, que encar:naban el

espíritu maléfico de los muertos, de las selvas y de las aguas como los

"juruparis" brasileños, los "zemes" antillanos, los "mapoyás" ca–

ribes. Y como una consecuencia de esta concepción existían nume–

rosos amuletos para diversos males que ·otorgaban su protección a