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JOAQUIN V. 'GONZALEZ
cia riquisima, para conservarla
y
verterla luego so–
bre los valles, o enviarla hacia las .eminencias de
la montafia, sobre el ala microscopica de las mari–
posas o de los vientecillos errantes. La selva que
borda los caminos se cubre con sus flores, repro–
ducidas con pr6diga profusion,
y
en las horas del
desfallecimiento
y
de la fatiga, aspira
el
viajero con
deleite inefable el perfume regenerador, difundido
en el aire, como si hadas invisibles de las cimas es·
tuviesen vaciando a escondidas todas las esencias
que su reina guarda en las grutas encantadas. Y
luego, cuando el largo crepusculo montafies empieza
a d ibujar sobre el cielo, con nubes de mil colores,
sus pa isajes prodigiosos,
y
la penumbra de las se–
rrania s cubre la planicie lejana, icon cuanta esplen–
didez
y
magnificencia abren las flores del aire sus
calices blancos
!
Diriase que un enjambre de
Vlr–
genes aladas apareda sabre las selvas inmensas,
desp legando toda la deslumbrante desnudez de sus
cue rpos de nieve.
Tesoro infinito de fantasias
y
de suefios reserva
aun p ara el amante de la montafia, cuando viene la
noche
y
las estrellas brotan sobre el
f
ondo obscuro,
como lampos de fuego arrojados al azar desde
el
abismo. A su debil claridad, la flor del aire, er–
guida entonces, arroga:ate
y
ap:iorosa sobre su ta–
llo, parece despedir reflejos
lumi~osos,
y encender
la tenue visl umbre a cuya vista acuden con levisi–
mo rumor miriadas de seres animados, seducidos
por la magia de su hermosura,
y
fonnando sµ ejer–
cito innumerable, esparcido por toda la comarca;
y
al amparo de la noche, vuelven de sus correrias
y
expediciones al llamado misterioso
de
la divina em–
peratriz,
la
cual, sentada sobre su trono de verde