-46-
en el recuerdo, vuelve a gozar la vida bajo el cielo
armonioso
y
la alegría matinal ...
Eistamos en la oase del cerro. Queda a nuestra
izquierda el grupo apiñado de galpones de Real
Socavón, teñido en ocre rojizo
y
vomitando azufre
por sus chimeneas; queda a nuestros pies la ciudad
extendida, brillando al sol con el tono agresivo de
sus teja os ;
y
so re )\luestra cabeza se desliza la
inter ina le cinta de acero de
~
andarivel, arras–
trando, en
nesadas vagonetas, los pedernales
vírgenes ·ecla a o por
~a
-voracidad del ingenio.
Por allí, por
l ecio alambre, como por un cordón
umbilical, e tiran funde la vida de la entraña ge–
nésiea, de ae la pu oros
aternidad d& las vetas
impolutas, hasta los hornos calcinadores, los reber–
beros, los molinos Huntington, los buddles concen–
tratorios, donde la piedra bruta, civilizada por la
máquina moderna, rinde su tributo a los sulfuros
de plata
y
el estaño industrial ...
P ero no sólo por el cablecarrril se va paulatina–
mente la vida del cerro. Doscientas minas bifurcan
sus forados por la ubre promisoria del monte ; tres,
cuatro
y
hasta cinco mil obreros clavan su herra–
mienta en las arterias de metal, sin que la explota–
ción · febriciente de t1res centurias agote la fuente
maravillosa. ¡Imaginaos la colmena que bulle en la
entraña! Aquello es un cedazo, un azucarillo desti-