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en el recuerdo, vuelve a gozar la vida bajo el cielo

armonioso

y

la alegría matinal ...

Eistamos en la oase del cerro. Queda a nuestra

izquierda el grupo apiñado de galpones de Real

Socavón, teñido en ocre rojizo

y

vomitando azufre

por sus chimeneas; queda a nuestros pies la ciudad

extendida, brillando al sol con el tono agresivo de

sus teja os ;

y

so re )\luestra cabeza se desliza la

inter ina le cinta de acero de

~

andarivel, arras–

trando, en

nesadas vagonetas, los pedernales

vírgenes ·ecla a o por

~a

-voracidad del ingenio.

Por allí, por

l ecio alambre, como por un cordón

umbilical, e tiran funde la vida de la entraña ge–

nésiea, de ae la pu oros

aternidad d& las vetas

impolutas, hasta los hornos calcinadores, los reber–

beros, los molinos Huntington, los buddles concen–

tratorios, donde la piedra bruta, civilizada por la

máquina moderna, rinde su tributo a los sulfuros

de plata

y

el estaño industrial ...

P ero no sólo por el cablecarrril se va paulatina–

mente la vida del cerro. Doscientas minas bifurcan

sus forados por la ubre promisoria del monte ; tres,

cuatro

y

hasta cinco mil obreros clavan su herra–

mienta en las arterias de metal, sin que la explota–

ción · febriciente de t1res centurias agote la fuente

maravillosa. ¡Imaginaos la colmena que bulle en la

entraña! Aquello es un cedazo, un azucarillo desti-