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y
de piza;rra. Y junto al río, que suele ser impe–
tuoso con las creces de enero, los escombros que
circundan un amplio patio, dan idea del canchón
olvidado donde pacientes palliris de una remota
generación, chancaron los lujoriosos pedernales de
rosider. Sí, aquel es el vestigio de un emporio me–
talero que fundió, en blancas piñas, el prístino te–
soro; pero no fueron, por cie;rto, menestrales ale–
gres los que dieron vida al ingenio ; fué la escla–
vitud dolorosa del aborígen que batía con su san–
gre el precioso metal en tributo
y
gloria de la fas–
tuosa dinastía ...
-Es el corral de los mitayos -
me informa el
docto guía.
Y luego vibra en una generosa indignación.
-¡
La
rrúta! .
. ·'ero pudo haber algo más ho–
rrendo
y
rtura
<il.or~ .
. . F'ué una raza entera que
rindió su
ida
miserablemente a la ava:cicia colo–
nial ...
[E~
oca; ón, la mazmorra, el látigo, la en–
traña tra·0'ion il'a del moRte, a forzada laJbor de
los guarac inos
y
h
molienda . . . ocho millones de
vidas arrebataron sin piedad en el transcurso de
tres centurias.
¡
Si hablaran estos
Ct?1ITOS
! ...
Y
ha:y~
en sus remembranzas una sinceridad tan
pesarosa que lleva su dejo de melancolía a nuestro
espíritu. Y nos parece un camposanto la fragosa
ladera que vamos ascendiendo;
y
por cada despojo
humano, que se nos antoja una simiente aventada
desde la cancha a la ·cima gloriosa, nos parece que
ha nacido una flor amarilla, un tulipán, una dalia
fúúnebre o una aljaba- la ckantuta, que fué flor
amada de los incas- . .. Pe;ro la visión del senti–
miento se esfuma con la r ealidad de las piedras
que tienen el color de los pétalos,
y
el
~lma,
herida