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jo, se ha tendido la ciudad como un cóndor inmenso

con su pico en Quintanilla y Pampa Rastra, su cola

en Oantumarca y sus alas abiertas desde el C'usi.–

mayo hasta los ingenios del

R~al

Socavón. Ya se

divisa la primer laguna de las treinta y tres que

"construyeron''' los españoles, sobre el lomo de la

cordillera de Karikari, prura mover, con fuerza hi–

dráulica, los ingenios de la ciudad. La serranías

de todo este extendido sistema orográfico se desta–

can en la esbeltez adusta de sus picachos, jugando

toda la gama del color, hasta diluirse en: el boceto

polvoroso de los últimos cerros. Sólo el verde avaro

se circunscribe a los sembríos diminutos que salpi–

can el siena de las faldas. La luz es· tan sutil, tan

in estigadma, tan agud,a, tan llena de cielo, que

no bjqO'a

ntornaT los ojos.

Es

una uz peculiar

que

s0¡~

e ·sto en las plap.icies de. Oruro ; es una

luz cristalina, dominadora,

qu~

,se apodera de la

tievra i dejar un rastro de sombra,; que llega has–

t e 'ltimo resquicio, no corn la caricia del sol, sino

como la invasión impertinente del espacio . . . Es

así que desde lo alto, desde una legua de distancia,

vemos el hormiguear humano en la plaza Miatriz y

en la plazuela de Alonso de Ibáñez, donde el famo–

so vicuña, precursor de la independencia america–

na, se ha plasmado en su estatua, con su recio pa–

vés dondie se estrelló el acero de los vascongados.

Mientras seguimos ganando la senda tortuosa,

mi

guía, que

1es

el narrador inagotable de esta

villa egregia y su montaña fabulosa, coordina los

recuerdos de su anecdotario para distraer el ca–

mino.

-Carlos V - me dice - quiso un día retribuir

con esplendor los servicios de su secretario, don