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Hasta aquí llegarotn los generale.s argentinos

Belgrano, Diaz Vélez y C'arlos María de Alvear.

Escrutemos el dilatado escenario. La ciudad ape–

ñuscada extiende, como una inmensa mancha, el ro–

jo de sus tejados. El lomo de Karikari muestra sus

lagunas artificiales de San Sebastián y San Ilde–

fonso. Al norte, la serranía de Mlalmisa, atesorada

de

lata estaño y wolfram, retuerce sus vértebras

confundiéndose casi con la cadena de 1'1nguipaya.

E1 hermoso cerro de

Oolquechaca~

de :fama univer–

sal,

lJ~

,

olo, a la derecha. Al noroeste el Tur–

qui pl'óXii o, di ujando en el cielo sus tres o cuatro

pico .

'e pués, el 'Paco- y M'Ondragón. Al fondo,

lo

slabon

de Ohinguipaya.. Y muy lejos, en el

líorizonte, eSfuminadas como un

di

eño, las serra–

nías de Ayohuma de triste recordación.

Aquello es maravilloso. 'Üada cordillera tiene un

color propio; cada cerro tiene una forma nueva.

E[ tono azul varía desde el turquesa intenso al fe–

rroprusiato, desde el azul de Sajonia al celeste des–

teñido, casi incolOiro. D'Onde el fierro ha veteado los

paredones de la montaña, es bravo el bermellón o

el rojo primario. Pero los colores fundamentales ra–

ra vez se manifiestan en la escala cromática. Es el

uranio, con los granitos; el cadmio con los sílices

y las arcillas ; el gris con las pizarras ...

Por el oeste se alejan las alturas de Oondo y

Challapata, la cadena de los Frailes y Sevaruyo,