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Imaginaos

al

Buenos Aires del siglo XVII, sor–

prendido por los primeros togados que llegaron de

Córdoba. Tamaño acontecimiento, en contraposi–

ción a la sencillez familiar de la aldea, no puede

imaginarse sin pensa•r en la tremolina parroquial,

el petitorio a las autoridades

y

las sesudas delibe–

raciones del Ayuntamiento, para franquear o no la

entrada a los flamantes egresa.dos de San Carlos,

ávidos de litigar. Algo parecido debió ocurrir a Po–

tosí, cuando la colonización de armas llevar pro–

bó, por primera vez, espadas

y

jinetas en la pam–

pa de San Clemente.

Sin embargo, la reticencia, tornadiza, como todas

las cosas, en aquellos tiempos de esplendor

y

en

a uella ciudad que, no conoció infancia, debió po–

nerse a merced de la época

y

transig·il. con la insti–

tu<'ió

e a

l;J

ller:ía. La sangre, jovial

y

ardiente,

de jnfan one

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cosa con

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to que e perezar los oc;ios marciales de Eiuropa

y

tomay d

UI

(lel est"ramiento que imprimió a su

cort

li-pe 'Segundo, después de la muerte de En–

riqueta de Valois. Pero, en su transformación a

tierras v:írgenes, el culto

al

coraje, que fué puesto

a prueba en las lizas de honor

y

de romántica idea–

lidad, debió sentirse arrastrado por las necesidades

políticas

y

las luchas de ambición que fomentaron

la guerra civil. De ahí surgieron los dos bandos:

vascongados, de una parte ; de otra, castellanos, ga–

llegos, catalanes, extremeños

y

andaluces. ·Eil auge

de los vascos se hizo notorio desde los primeros días

de la Villa Imperial. Poseían ochenta

cabez.as

de

ingenio, donde beneficiaban las principales minas

del cerro. Sobre ciento sesenta negociantes, con un

capital no menar de medio millón de pesos plata de