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EL PAIS DE LA SELVA

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transparentaba el aso1nbro en sus semblantes. Abiertas

las bocas, húmedos los labios, atónitos los ojos, reco–

rrían con la vista los trastos del negocio. Había palas,

hachas, baldes, riendas, jiferos, bolsas, tiradores, lazos ,

botas, medias, ollas, -

y arrequives femeninos que

atraían la preferencia de su curiosidad.

Vestían su pingajo de lienzo, bragado á modo de chi-

' ripá; unos tenían saco de brin azul, otros camisa,

y

alguno chaleco de casimir cuadriculado á la escocesa,

que, desabotonados hacían resaltar el relieve y tinte

broncíneo de sus pechos desnudos.

Como no se podía conversar con ellos, comenlába1nos

su

inconcien~ia

dócil.

-

Quien di.r;ía lo

uo han sido éstos ...

-

Las estancias temblaban á su paso.

-

¡Claro

!

las casa, siempre sobre las armas, porque,

á lo mejor, caían semejantes bichos.

-

Ellos lo mataron

á

mi abuelo, -

dijo un cuarto su–

jeto. Iba con una tropa de carretas para el Rosario;

acampó una noche, y se despertaron entre las llamas :

el fuego los devoró.

-

¿Y que hicieron ellos? -

pregunté.

-

¿Los indios? huyeron en la

~ombra.

-

Pero no hay que achacarles todo á ellos, -

observó

uno de los que antes había hablado : un amigo me ha

referido que en las aguas del Bermejo encontraron un

trozo de árbol, bogando sobre las olas, con el cadáYer

de un indio bien ceñido, con tientos, largo á largo. No

3.