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RICARDO ROJAS
Salvada la pradera, e1npezamos
á
~ncontrar
uno que
olro jinet.e
ó
peatón de viaje.
Pasó en su burro un rapazuelo en cami, a que traía
del rio dos tinajas colmadas de agua, en su árgana de
simboles.
Pasó un hachador con su hijo chico en ancas del
alazán que montaban.
P<:tSÓ
un muchacho arreando do bueyes de yugo,, y
se internó tras ellos por una senda del bosque.
Pasaron tres mujeres, cabalgando en mulas, los
albardones de chuse preñados de algarroba recién cor–
tada en el monte.
Pasaron ot
Alguno ev©
P-
és ...
rem1n1scenc1as de figuras árabes,
con su gran e atura, a barba espesa, la miradas negras
y
sensuales, anto que recordaban
á
los moros, nuestros
abuelos en España . Entretantos morenos hay rubios
también, aunque rubio de _bronce, hasta la barba taheña
por el fuego del sol. Lo único que no
~e
les quema son
los ojos, pues suele haberlos azules. Y esas pupilas aje–
na , en tal cual fisonomía morena ro1npen, á veces, la
uniformidad de rasgos donde se denuncia el atavismo
qnichua, con el rostro desbarbado, cráneo eslrecho
y
pómulos nudosos.
l\Iuy
á
largas distancias, había casas
á
la vera.
Aquí se destacaba un rancho, cuyo techo de torta des–
cansa en doce horcones de quebracho, entre los cuales
quinchan de lodo y rama las paredes. Copa de secu-