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RICARDO ROJAS
bras incomensurables en la rodera. Al aproximarnos
á
la
casa, una traílla de perros se avalanzó ladran<lo
á
los
desconocidos. Los a111os se encargaron de
apa~iguarlos;
y
como allí nos esperaban, recogímonos á dorrnir.
Breves horas más tarde) el aire se pobló de matinal
bullicio,
y
fué imposible continuar el sueño. Desper–
taba la estancia : mugía con ternura la haci enda que
bajaba de los postreros á la represa ; cacareaban los
g·allos su destemplada música ; modulaban las ovejas
en el chiquero sus trémulos balidos. Paz eglóg'ica se
difundía por el ámbito; una zagala joven
y
bisoña orde–
fíaba las vacas en el corral. Azuleaba en el cielo la
mañana; el oriente se decoraba de pálido colores,
y
revelaba el ca
aisaje bajo el orto del día,
Emprendünos nueva jornada aprovechando la fresca.
El carril, traqueado de carretas, estaba bueno ;
y
los
pastos húmedos, como aljorafados de rocío. En la plena
gloria del sol, iba mi capacidad observadora puesta
sobre ·el paisaje -circunstante.
Á
poco andar, avistamos
la barranca del río. Lo vadeamos en punto donde las
márg·enes, ordinaria1nente encajonadas, se han incli–
nado por el continuo pasar de los viajeros. Una calma
profunda se notaba en la atmósfera. El cauce llevaba
un delgado hilo de agua. Sobre la zanja, honda, como
cortada á tajo en la tierra, se inclinaban tac-0s fron–
dosos
y
gigantescos púnnas hasta cerrar como una