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RICARDO ROJAS
Es necesario conocer cuán primitivas fueron las cos–
tumbres con que en las estancias comarcanas se des–
arro1ló la industria pastoril. Sobre el fundo cuyos linde–
ros, por vastos y por agrestes, eran generalmente
desconocidos, se derramaban las haciendas para su
espontánea procreación. El pequeño aprisco, lanar y
cabrío, todo en uno, quedaba cerca del hogar, en el
hediondo chiquero, con el pastor indolente, el perro
cuidadoso, y el huajcho recental que en su _ternura
huérfana, era como un adoptivo de la casa
pa.ralas
hijas del patrón. Pero el hato vacuno se iba á los altos
del bosque, donde se multiplicaba en 1ibérrima salva–
jez, y de allí ólo bajab
á silbidos y látigo cuando las
arriadas de
1
confluir, perezosamente,
¿Vino de allá alguno de los becerros chúcaros, y se
azoraron las gentes viéndole negro y enorme, con el
hispido y nudoso semblante de un antílope gnu, armado
.
.
por aguda cornamenta y rugiendo como un genio dia–
bólico? Algo de esto debió suceder,
y
la innata propen–
sión de la raza hacia los seres inaravillosos, transformó
después algún miedo episódico en la nueva leyenda del
Toro-Zupay.
Si tales narraciones de la sel va, con10 la Salan1anca
y el Cacuy, se pierden en seculares lejanías ; ésta no