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EL PAIS DE LA SELVA

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Pero hay inuchas Salamancas

¿

no es cierto?

- Así dicen - me respondía con evasi 6n el pai–

sano.

- Si hubiese alguna cerca ...

- ¡Oh! no lo llevarían tampoco; los que conocen no

avisan ; y menos á un forastero. - Así se me escurría

el gaucho, mientras dialogábamos junto á su choza,

' viendo la tarde caer en el inonte cercano.

Otra vez, en coche, cruzaba por un camino real la

selva, acompañado de una anciana lugareña. En el

bosque desierto, y á aquellas altas horas de la noche,

nuestras palabras resonaban con favorable acústica. Se

oían las voce3 de ·rección que el auriga daba al cuar–

teador á fin de a 01npasar la marcha de los cocheros.

A.

ratos cíuedábamos silenciosos : llegábanos el trole de

los cascos

mru

LiphcacfO por un eco sordo ; el chas-chas

en el parafango, si chapaleabámos barriales ; el mur–

mullo de las hojas, los cuchicheos de la brisa, el llanto

de algún pájaro aciago errante por los ramajes . Llevé

entonces el di<Hogo al terreno de los temas propicios,

sugestionado por tales sensaciones . La vieja se mostró

reservada. Bajo su frente de robustos arcos ciliares y

entre los pómulos anchos, los ojitos se emboscaban,

mirándome taimadamente de soslayo :

- No puedo creerle que ignore lo que es la Sala–

manca.

¿

Y usté cree en eso? - me preguntó.

Cómo no creerlo si todos dicen.

ll.