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III
LA SALAMANCA
Ese
dí~,
el íl e@n doméstico y yo, niño aún, cruzába–
mos á caballo na comarca triste en tierra santiagueña .
Dos horas ha
n
a región propicias al misterio satá–
nico : la siesla con la desolación de sus senderos , la
noche con sus sombras.
La vez de mi relato, el sol llameaba en el cenit. Algo–
donosas nubes se apelmazaban hacia el norte ; el cielo
proyectaba irradiaciones de
crh~tal
bruñido ; la ruta,
seca de. polvo, se enjalbegaba de luz. Medraban á la
vera tan solo adustas pencas ó espinosos arbustos que
nos arañaban al pasar. De trecho ' en tre.cho, algún
ututu verde, ó tal ceniciento ckoy, se deslizaban rápidos
y desaparecían en su cueva. Las incleinencias del estío
caldeaban la atmósfera y atormentaban de sed
á
la
. tierra. El bochorno y la serenidad del ámbito sin brisa