EL REVERSO
cia y el amigo de mi juventud se ha marchado de.–
Francia bajo el peso de mi cólera. Mongenod me
abrazó llorando y se precipitó hacia la puerta. Cuando
algunos días después me encontré
á
Bordín, le conté
mi última entrevista y me dijo sonriéndose:-. -Me ale–
graré que no haya sido eso una nueva escena de co–
media ... {Le pidió
á
usted algo?- No, le respondí.–
Antes de marcharse vino
á
mi casa á pedirme con
qué comer por el camino. En fin, ¡vivir para ver!
Esta observación de Bordín me hizo temer que sin
duda había cedido estúpidamente á algún nuevo arran–
que de sensibilidad. «Pero él también ha hecho como
ym>, me dije. Creo inútil explicarle á usted la
man~ra
como perdí toda mi fortuna,
á
excepción de aquellos
otros cien luises, que coloqué en papel del Estado
cuando estaba tan alto que apenas me dieron quinien–
tos francos de renta, que era con·lo único con que
contaba á la edad de treinta y cuatro. años. Por in–
fluencia de Bordín obtuve un empleo de ochocientos
francos en la sucursal ·del Monte de piedad, situada
en la calle de los Petits-Augustins. Entonces viví muy
modestamente. Habitaba en la calle de los Marais, en
un tercer piso compuesto de dos piezas y un gabi–
nete, que me costaba doscientos francos anuales. Iba
á comer
á
un figón por cuarenta francos al mes. Por
la noche hada copias, pues, como soy pobre y feo,
tuve que renunciar á casarme.
Al oir aquella sentencia que el pobre Alain daba de
sí mismo con adorable resignación, Godofredo hizo
un movimiento que expresó, mejor que lo hubieran
hecho sus palabras, la semejanza de sus destinos, y
el cuitado, respondiendo
á
este elocuente gesto, pa–
reció que esperaba alguna pregunta de su auditor.
-Y
{DO
h:1 sido usted nunca amado? preguntó Go–
dofredo.
-¡Nunca! contestó Alain, excepto por la señora.
que nos paga á todos con el mismo amor que nos–
otros 'sentimos por ella, un amor que se puede llamar