DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNÉA
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I
en que los fondos públicos estuviesen al precio más
bajo posible para colocar este dinero; pero lo pondré
en tus manos y tú me considerarás como tu asociado,
dejando yo á tu conciencia el cuidado de devolverme
lo que me corresponda en su tiempo y lugar. La con–
ciencia .de un hombre honrado, le dije, es el mejor
libro de cuentas. Mongenod me miraba fijamente
mientras yo hablaba, y parecía que quería incrustar
mis palabras en su corazón. Me tendió su mano de–
recha, le di yo mi mano izquierda y nos dimos un
apretón, yo muy enternecido y él sin poder contener
ya dos gruesas lágrimas que rodaron por sus mejillas
un tanto marchitas. La vista de aquellas dos lágrimas
llenó mi cora:aón de dolor, y quedé aún más conmo–
vido
~ando,
olvidándolo todo en aquel momento,
Mongenod sacó para enjugarse un mal pañuelo de
las Indias todo roto.-Espera un poco, le dije mar–
chándome para ir
á
mi escondite con el corazón tan
conmovido como si una mujer me hubiese confesado
que me amaba. Volví con dos rollos de cincuenta lui–
ses cada uno.-Toma, cuéntalos ... No quiso contar–
los y miró en torno suyo para ver si veía algún escri–
torio, con objeto de darme, según dijo, un recibo. Yo
me negué terminantemente á tomar papel alguno.–
Si yo me muriese, le dije, mis herederos te
a~ormen
tarian. Esto debe quedar entre nosotros. Al encontrar
en mi un amigo tan bueno, Mongencd abandonó el
aire de tristeza y de abatimiento que tenía al entrar, y
se puso alegre. Mi criada nos sirvió ostras, vino blan–
co, una tortilla, unos riñones salteados
y
un resto de
pastel de Chartres que mi anciana madre me había
enviado, y después el postre, el café y los licores.
Mongenod, que ayunaba hacía ya dos días, restauró
sus fuerzas. Hablando de nuestra vida anterior á la
Revolución, permanecimos de sobremesa hasta las
tres como los mejores amigos del mundo. Mongenod
me contó el cómo había perdido su fortuna. En pri–
mer lugar, la reducción de las rentas del municipio le