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EL REVERSO

bién muy viejo, anunciaba un largo uso, comfirmado

por cambios de color en ciertos sitios, y las hebillas,

en lugar de ser de acero, eran de hierro común; las

de los zapatos eran del mismo metal. Su chaleco

blanco con flores se había puesto amarillo á fuerza de

uso, lo mismo que su camisa,

~uya

pechera deshila–

chada anunciaba una miseria horrible, pero decente.

Finalmente, el aspecto de su hopalanda (se llamaba

así á una levita provista de una sola esclavina

y

se–

mejante

á

la capa á lo Crispín) acabó de convencerme

de que mi amigo babia caído en la desgracia. Esta

hopalanda, de paño de color avellana, excesivamente

raída

y

admirablemente cepillada, tenía en el cuello

una capa qe mugre y sus botones de metal blanco se

habían puesto amarillos . En una palabra, todas aque–

llas viejas prendas estaban en un estado tan vergon–

zoso, que no me atrevía á mirarlas más. El clac, una

especie de círculo de fieltro que se llevaba entonces

debajo del brazo, en lugar de llevarlo en la cabeza,

debía haber conocido varios gobiernos. Sin embargo,

mi amigo acababa sin duda de gastar algunos cuartos

en casa de algún barbero, pues venía afeitado. Sus

cabellos, recogidos detrás, sujetos con una peineta

y

empolvados con lujo, olían

á

pomada. Ví en su pan–

talón dos cadenas paralelas de acero oxidado , aunque

sin apariencia alguna de reloj en los bolsillos. Está–

bamos en invierno

y

Mongenod no llevaba capa,

pues algunas gotas de nieve fundida caídas de los te–

jados, bajo los cuales debía de haber andado, salpi–

caban la esclavina de su hopalanda. Cuando se quitó

sus guantes de piel de conejo

y

pude ver su mano

derecha, reconocí en ella las huellas de un trabajo

penoso. Su padre, abogado del gran Consejo, le ha–

bía dejado una fortuna de cinco ó seis mil francos

de renta. c!omprendí en seguida que Mongenod venía

á pedirme prestado. Yo tenía en un rincón doscientos

luises en oro, suma enorme en aquel tiempo, pues

equivalía á no sé cuántos miles de francos en papel.