Z, MARCAS
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La juventud tiene en sus bromas una gracia tan co–
municativa é infantil, que la frase de Justo hizo son–
reir de nuevo
á
Marcas.
-(Qué acontecimientos han podido sugerir á usted
esa horrible filosofía? le dije.
Olvidé aún una vez más que la suerte es el re–
sultado de una inmensa ecuación cuyas raíces no nos
son todas conocidas. Cuando se parte de cero para
llegar á la unidad, las probabilidades son incalculables.
Para los ambiciosos, Paris es una inmensa ruleta, y
todos los jóvenes creen que han de encontrar en ella
una victoriosa martingala.
Nos presentó el tabaco que yo le había dado, para
invitarnos
á
fumar con él; el doctor fué á buscar nues–
tras pipas, Marcas cargó la suya,
y
después vino
á
sentarse á nuestro cuarto llevándose consigo el tabaco,
porque en su habitación no había más que una silla
y
un sofá. Ligero como una ardilla, Justo bajó y apare–
-ció con un muchacho que llevaba tres botellas de vino
de Burdeos, queso de Brie y pan.
-Bueno. dije para mis adentros sin engañarme en
lo más mínimo, ¡quince francos!
En efecto, Justo colocó gravemente cinco francoEt
;gobre la chimenea.
Existen inconmensurables diferencias entre el hom–
bre social y el que vive unido
á
la naturaleza. Una
vez cogido, Toussaint Louverture murió sin proferir
.palabra. Napoleón, una vez en su roca, charló como
una cotorra; quiso explicarse. En provecho nuestro
únicamente, Z. Marcas cometió la misma falta. El si–
.lencio y toda su majestad sólo es propio del salvaje.
No hay criminal que, pudiendo guardar sus secretos
hasta el momento en que el verdugo
hac~
caer su ca–
beza en el terrible cesto, no experimente la necesidad
p 'uramente moral de decírselos á alguien. Me equivoco.
Hemos visto á uno de los Irocois del arrabal Saint–
Marceau poniendo
á
la
natu~aleza
parisiense á la al–
tura de la naturaleza salvaje: un hombre, un republi-
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