Z. MARCAS
dablemente, hasta que Marcas había ido, aquella
habitación sólo había estado ocupada por algún criado.
-(Qué has visto? me preguntó el doctor cuando
bajé.
-Mira tú mismo, le respondí.
Al día siguiente á las nueve y media de la mañana,
Marcas estaba acostado. Había almorzado un pedazo
de longaniza,
y
nosotros vimos en un plato, entre las
migajas de pan, los restos de este alimento que nos
era tan conocido . Marcas dormía, y no se despertó
hasta las once. Se puso á copiar el documento de por
la noche, que estaba sobre la mesa. Al bajar, pregun–
tamos el precio de aquel cuarto y supimos que pagaba
quince francos mensuales. Al cabo de algunos días,
conocimos ya perfectamente el género de vida de
Z. Marcas. Hacia copias á tanto el pliego sin duda,
por cuenta de una agencia que había en
el
patio de la
· Saint-Chapelle; trabajaba durante la mitad de la no–
che; después de haber dormido de seis á diez, volvía
á reanudar su trabajo hasta las tres de la tarde; salía
entonces para llevar sus copias antes de comer, y se
iba á llenar esta necesidad á la calle Michel-le-Comte,
á casa de Mizerai, que hacía pagar cuarenta y cinco
céntimos por comida, y á las seis volvía á acostarse.
Nos quedó demostrado evidentemente que Marcas no
pronunciaba quince frases al mes, no hablaba con
nadie ni se decía una palabra á sí mismo en su horri–
ble bohardilla.
-Es indudable que las ruinas de Palmira están te–
rriblemente silenciosas, exclamó Justo.
Este silencio, en un hombre cuyo exterior era tan
imponente, tenia algo de profundamente significativo.
Algunas veces, al encontramos con él, cambiábamos
miradas llenas de pensamientos por una y otra parte;
insensiblemente, aquel hombre pasó á ser obJeto de
una íntima admiración, sin que pudiésemos explicar–
nos la causa. (Dependía de sus costumbres secretas,
de su regularidad monástica, de su frugalidad de so-