DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA
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que sustentaba una miniatura. Los pies, calzados con
zapatillas de terciopelo negro, descansaban en un pe–
queño cojín. Lo mismo que su criada, la señora de la
Chanterie hacía media, y llevaba bajo su cofia de
encaje una aguja sostenida por sus rizados bucles.
-<Ha visto usted al señor
Millet~
le preguntó á
Godofredo con aquella voz
y
maneras propias de las
viudas nobles del arrabal de Saint-Germain, al verle
casi azorado y como para concederle la palabra.
-Si, señora.
-Mucho me temo que la habitación no le con-
venga, repuso la dama observando la elegancia, la
novedad y la frescura del traje de su futuro inquilino.
Godofredo llevaba botas de cha_rol, guantes ama–
rillos, ricos botones en la pechera y una cadena sujeta
á uno de los ojales de
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chaleco de seda negra con
flores azules. La señora de la Chanterie sacó un sil–
bato de plata de uno de sus bolsillos y silbó. La
criada entró.
-Manón, hija mía, enseñe usted la habitación á
este caballero. Querido vicario, (quiere usted acompa–
ñarle? repuso dirigiéndose al sacerdote. Si por casua–
lidad le conviniese á usted la habitación, podremos
hablar de las condiciones, dijo levantándose de nuevo
y mirando á Godofredo.
Godofredo saludó
y
salió. Oyó el ruido de hierro
producido por las llaves que Manón sacaba de un ca–
jón, y la vió encender la bujía de una gran palmatoria
de cobre amarillo. Manón pasó delante sin proferir
ni una palabra. Cuando Godofredo se vió en la esca–
lera, subiendo á los pisos superiores, dudó de la
vida real: soñaba despierto
y
veía el mundo fantástico
de las novelas que había leído durante sus horas de
ocio. A todo parisiense escapado, como él, del barrio
moderno, del.lujo de las casas
y
c•e los muebles, del
brillo de las fondas y de los teatros, del movimiento
del corazón de París, le hubiera pasado lo mismo. La
palmatoria llevada por la criada alumbraba débil-