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EL REVERSO

«Siéntese usted, caballero,), el parisiense creyó ha–

llarse

á

una enorme distancia de París, en la baja

Bretaña ó en el fondo del Canadá.

El silencio tiene sin duda sus grados.

Godofredo~

impresionado acaso por el silencio de las calles de

Massillón y Chanoinesse, donde no se ven dos coches

al mes, y por el silencio del patio y de la torre, debió

creer que se hallaba en el corazón del silencio al pe–

netrar en aquel salón rodeado de calles tan viejas y de

patios y murallas tan antiguos.

Esta parte de la isla, que se llama el Claustro, ha

conservado el carácter común á todos los claustros:

parece húmeda, fría, y permanece en el más profundo

silencio monástico á las horas de más movimiento del

día. Por otra parte, debe observarse que toda esta

porción de la Cité, colocada entre Notre- Dame y el

río, está situada al Norte y á la sombra de la catedra .

Los vientos del Este se internan allí sin encontrar

obstáculos, y las nieblas del Sena están allí retenidas

en cierto modo por las negras paredes de la antigua

iglesia metropolitana. De modo que nadie debe asom–

brarse de la impresión que causó á Godofredo el

vers e–

en aquel viejo edificio y en presencia de cuatro slJen·–

ciosas personas tan solemnes como las cosas mismas.

Godofredo no miró en torno suyo y fijóse únicamentt

en la señora de la Chanterie, cuyo nombre le había

chocado. Evidentemente aquella dama era una per–

sona del otro siglo, por no decir del otro mundo.

Tenía un rostro dotado de una dulzura insípida y tonos

á la vez suaves y fríos, nariz aguileña, ojos negros y

mentón doble, todo encuadrado por bucles de cabe–

llos plateados. Tan estrecha y ajustada era su bata,

según la moda del siglo xvm, que sólo se le podía

dar el nombre de funda. La tela que la componía, de

seda color carmelita á largas rayas verdes, finas y

multiplicadas, parecía ser de la misma época. Cubría

el cuerpo de la bata una mantilla de seda guarnecida

de encaje negro y sujeta en el pecho con un alfiler