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DE LA HISTORIA, CONTEMPORÁNEA

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Al oir estas terribles palabras, Augusto rompió en

amargo llanto.

-¡Ah! ¡qué suerte que se haya marchado

mamá~

porque esto la hubiera matado!

Una especie de conferencia tuvo Jugar entre los pa–

tricios, el alguacil

y

la Vauthier.

Aunqu~

hablaban en

voz baja, Augusto comprendió que lo que querían so–

bre fodo era coger los manuscritos de su abuelo, y en–

tonces abrió la puerta del cuarto.

-Entren ustedes, señores, y no estropeen nadat

dijo, mañana se les pagará.

Después se marchó llorando á su zaquizamí, en

donde, cogiendo las notas de su abuelo, las metió

en el hornillo, pues sabia que éste estaba completa–

mente apagado.

Esta acción fué hecha con tal rapidez, que el al–

guacil, astuto zorro digno de sus clientes Barbet

y

Metiviere, encontró al joven sentado en una silla y llo–

rando cuando se precipitó en el zaquizamí, después

de haberse cerciorado de que los manuscritos no se

encontraban en ' la antesala. Aunque no pudiesen co–

ger los libros ni los manuscritos, la retroventa sus-

....crita por el antiguo magistrado hubiese justificado

aquella manera de proceder. Pero era fácil oponer

medios dilatorios á aquel embargo, cosa que el señor

Bernard no hubiese dejado de hacer. De ahí la nece–

sidad

~e

obrar con disimulo

y

con mala fe. La viuda

Vauthier había servido admirablemente á su propie–

tario, no entregando las citaciones

á

los inquilinos.

Contaba meterlas en su habitación cuando entrasen en

ella con los agentes del juzgado, ó decir, en caso de

necesidad, al señor Bernard que creía que aquellas

citaciones eran para los dos autores, que estaban

ausentes hacía ya dos días.

Las diligencias de embargo duraron una hora, y el

alguacil no omitió nada

y

consideró el valor de los

objetos encargados como insuficiente para pagar la

deuda. Una vez que los agentes del juzgado se au-