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DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA

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8 [

-{Quiere usted guardar el incógnito? dijo el anti–

guo magistrado á Godofredo con mezcla de tristeza

y

de inquietud.

-Permítamelo usted.

-Pues bien; haga usted lo que quiera... Venga

usted esta noche y verá usted á mi hija, si su estado

lo permite.

Era indudable que esta era la mayor concesión que

el pobre padre podía hacer, y, por la mirada de agra–

decimiento que le dirigió Godofredo, el anciano tuvo

la satisfacción de ver que había sido comprendido .

Una hora después lle{!JÓ Cartier con admirables flo–

res, renovó él mismo las jardineras, puso en ellas

musgo fresco, y Godofredo pagó la factura, asf como

también el recibo del gabinete de lectura, que llegó

algunos instantes después. Los libros y las flores

eran

el

pan de aquella pobre mujer enferma, ó , mejor

dicho, torturada, que se contentaba con tan pocos

alimentos.

Al pensar en aquella familia, arrollada por la des–

gracia, como la de Laocoon (1) ( ¡imagen sublime de

tantas existenciasl), Godofredo, que se encaminó á

la calle de Marbeuf paseándose, sentía en su corazón

más curiosidad que caridad. Aquella enferma ro–

deada de lujo enmedio de una espantosa miseria, le

hacía olvidar los horribles detalles de una de las más

extravagantes afecciones nerviosas, que afortunada–

mente es una rara excepción citada por algunos his–

toriadores; uno de nuestros cronistas más charlatanes,

Tallemant des Reaux, cita un ejemplo de una de estas

enfermedades. Siempre tiene uno tendencias á figu–

rarse á las mujeres elegantes hasta en sus más horri–

bles sufrimientos; así es que Godofredo se prometía

un placer al penetrar en aquel cuarto, donde hacía

diez años que sólo habían entrado el médico, el padre

( l)

Laocoon, hijo de Priamo, fué ahogado, juntamente

con sus hijos, por dos monstruosas serpientes.

(N. del T.)