DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA
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-{Quiere usted guardar el incógnito? dijo el anti–
guo magistrado á Godofredo con mezcla de tristeza
y
de inquietud.
-Permítamelo usted.
-Pues bien; haga usted lo que quiera... Venga
usted esta noche y verá usted á mi hija, si su estado
lo permite.
Era indudable que esta era la mayor concesión que
el pobre padre podía hacer, y, por la mirada de agra–
decimiento que le dirigió Godofredo, el anciano tuvo
la satisfacción de ver que había sido comprendido .
Una hora después lle{!JÓ Cartier con admirables flo–
res, renovó él mismo las jardineras, puso en ellas
musgo fresco, y Godofredo pagó la factura, asf como
también el recibo del gabinete de lectura, que llegó
algunos instantes después. Los libros y las flores
eran
el
pan de aquella pobre mujer enferma, ó , mejor
dicho, torturada, que se contentaba con tan pocos
alimentos.
Al pensar en aquella familia, arrollada por la des–
gracia, como la de Laocoon (1) ( ¡imagen sublime de
tantas existenciasl), Godofredo, que se encaminó á
la calle de Marbeuf paseándose, sentía en su corazón
más curiosidad que caridad. Aquella enferma ro–
deada de lujo enmedio de una espantosa miseria, le
hacía olvidar los horribles detalles de una de las más
extravagantes afecciones nerviosas, que afortunada–
mente es una rara excepción citada por algunos his–
toriadores; uno de nuestros cronistas más charlatanes,
Tallemant des Reaux, cita un ejemplo de una de estas
enfermedades. Siempre tiene uno tendencias á figu–
rarse á las mujeres elegantes hasta en sus más horri–
bles sufrimientos; así es que Godofredo se prometía
un placer al penetrar en aquel cuarto, donde hacía
diez años que sólo habían entrado el médico, el padre
( l)
Laocoon, hijo de Priamo, fué ahogado, juntamente
con sus hijos, por dos monstruosas serpientes.
(N. del T.)