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DE

LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA

163

movimiento. Las costuras blancas, la superficie lus–

trosa; los ojales estaban deshilachados, y á pesar de

los zurcidos, ofrecían á los ojos de los expertos los

lastimosos estigmas de la indigencia. Aquella librea

contrastaba con la juventud de Augusto, que se fué

comiendo un pedazo de pan duro, en el que sus her–

mosos y blancos dientes dejaban impresas sus señales.

Almorzaba durante el trayecto que tenía que recorrer

desde el bulevard de Mont-Parnasse á la calle Saint–

Jacques, llevando sus libros y sus papeles debajo del

brazo

y

cubierto con una gorra que era ya muy pe–

queña para su gran cabeza, cuyo volumen aumentaba

su hermosa cabellera negra.

Al pasar por delante de su abuelo, cambió con él

una espantosa mirada de tristeza, pues le veía afron–

tando una dificultad casi insuperable y cuyas conse–

cuencias eran terribles . Para dejar paso al estudiante,

el

jardinero se echó hacia atrás, llegando hasta la

puerta de Godofredo; y en el momento en que este

hombre se encontraba en la puerta, Nepomuceno,

cargado de leña, interceptó el descanso, obligando al

acreedor á recular hasta la ventana.

-Señor Bernard, gritó la viuda Vauthier, {Cree us–

ted acaso que don Godofredo ha alquilado su cuarto

para que usted tenga sus conferencias en

él?

-Dispense usted, señora, respondió el jardinero;

pero como el descansillo estaba interceptado...

-No, si no me dirijo á usted, señor Cartier, dijo

la viuda.

-Quédese usted aquí, exclamó Godofredo diri–

giéndose al jardinero. Y usted, mi querido

ve~ino,

si

necesita mi cuarto para tener una explicación con el

jardinero, aprovéchese de él, añadió dirigiéndose al

señor Bernard, que había recibido impasible la injuria

de la portera.

El anciano, alelado por el dolor, dirigió á Godo–

fredo una mirada de agradecimiento.

-Respecto á usted, mi querida señora Vauthier,