DE
LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA
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movimiento. Las costuras blancas, la superficie lus–
trosa; los ojales estaban deshilachados, y á pesar de
los zurcidos, ofrecían á los ojos de los expertos los
lastimosos estigmas de la indigencia. Aquella librea
contrastaba con la juventud de Augusto, que se fué
comiendo un pedazo de pan duro, en el que sus her–
mosos y blancos dientes dejaban impresas sus señales.
Almorzaba durante el trayecto que tenía que recorrer
desde el bulevard de Mont-Parnasse á la calle Saint–
Jacques, llevando sus libros y sus papeles debajo del
brazo
y
cubierto con una gorra que era ya muy pe–
queña para su gran cabeza, cuyo volumen aumentaba
su hermosa cabellera negra.
Al pasar por delante de su abuelo, cambió con él
una espantosa mirada de tristeza, pues le veía afron–
tando una dificultad casi insuperable y cuyas conse–
cuencias eran terribles . Para dejar paso al estudiante,
el
jardinero se echó hacia atrás, llegando hasta la
puerta de Godofredo; y en el momento en que este
hombre se encontraba en la puerta, Nepomuceno,
cargado de leña, interceptó el descanso, obligando al
acreedor á recular hasta la ventana.
-Señor Bernard, gritó la viuda Vauthier, {Cree us–
ted acaso que don Godofredo ha alquilado su cuarto
para que usted tenga sus conferencias en
él?
-Dispense usted, señora, respondió el jardinero;
pero como el descansillo estaba interceptado...
-No, si no me dirijo á usted, señor Cartier, dijo
la viuda.
-Quédese usted aquí, exclamó Godofredo diri–
giéndose al jardinero. Y usted, mi querido
ve~ino,
si
necesita mi cuarto para tener una explicación con el
jardinero, aprovéchese de él, añadió dirigiéndose al
señor Bernard, que había recibido impasible la injuria
de la portera.
El anciano, alelado por el dolor, dirigió á Godo–
fredo una mirada de agradecimiento.
-Respecto á usted, mi querida señora Vauthier,