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DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA

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fredo con un gesto de autoridad, ya sé que puede

usted preguntarme con qué título me mezclo en sus

asuntos y con qué derecho le interrogo... Escuche us–

ted, señor mío, usted es joven y yo soy muy viejo,

tengo ya sesenta y siete años, y cualquiera me haría

ochenta. La edad y las desgracias autorizan á uno para

muchas cosas, ya que la ley prohibe á los septuagena–

rios el prestar cierta clase de servicios públicos. Pero ya

no le hablo á usted de los

derecho~

que dan las canas;

se trata de usted. (Sabe usted que el barrio adonde

viene á '{ivir está desierto á las ocho de la noche,

y que el menor peligro que se corre en él es el de ser

robado? (Se ha fijado usted en estos lugares deshabi–

tados y en estas-huertas y en estos

jardines~

... Podrá

usted decirme que yo vivo en él; pero yo, caballero,

no salgo de casa después de las seis de la tarde..• Me

dirá usted que encima de la habitación que va

á

tomar viven dos jóvenes... Pero esos dos ióvenes le–

trados están perseguidos por sus acreedores, se escon–

den aquí, y salen por la mañana y vuelven á las doce

de la noche, sin temor á ladrl:.tlle6 y asesinos. Por

otra parte, van siempre juntos

y

armados... Yo mismo

les he sacado de la prefectura de policía la autoriza–

ción para usar armas ...

-¡Bah! caballero, dijo Godofredo, no temo á los

ladrones, por razones semejántes á las que hacen á

esos señores invulnerables, y siento tan gran despre–

cio por la vida, que si me asesinasen por error ben–

deciría al asesino.

-Sin embargo, nadie diría que es usted tan des–

graciado, replicó el anciano, que había examinado á

Godofredo.

-Tengo lo imprescindiblemente necesario para

vivir, para comer pan, y vengo aquí precisamente á

causa del silencio que reina. Pero (puedo yo pregun–

tar á usted el interés que le mueve á alejarme de esta

casa?

El gran anciano no se decidía á responder, pues