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EL REVERSO
que no nos hemos engañado. {Cómo cree usted que
va á poder ocultar ningún sentimiento á gentes cuyo
oficio es adivinar los impulsos más escondidos de
las almas, las astucias de la pobreza, los cálculos de la
indigencia, y que son espías decentes, miembros de
la policía del buen Dios, jueces cuyo código no con–
tiene más que absoluciones, y doctores en todo sufri–
miento, que emplean como único remedio el dinero
sabiamente distribuido? Pero vea usted, hijo mio,
nosotros no discutimos las causas que nos traen á un
neófito á nuestra orden, con tal que este pase á ser
uno de nuestros hermanos. Lo juzgaremos á usted
en la obra. Hay dos curiosidades, la del bien y la del
mal; usted en este momento tiene la buena. Si usted
hubiese de ser un obrero de nuestra viña, el jugo de
los racimos le daría á usted esa sed perpetua del fruto
divino. La iniciación es como todas las ciencias natu–
rales, fácil en apariencia y difícil en realidad. Ocurre
en caridad como en poesía. Nada más fácil que saber
disimular. Pe!'O aquí, como en el Parnaso, sólo nos
contentamos con lo perfecto. Para llegar á ser uno de
los nuestros tiene usted que adquirir una gran cien–
cia de la vida,
¡y
de qué vida, Dios míol de la vida
parisiense que burla la sagacidad del señor prefecto
de policía
y
de sus agentes. {No tenemos que descubrir
la conspiración permanente del mal bajo sus formas,
que son tan variadas y diversas que parecen infini–
tas? La caridad, en París,. debe ser tan sabia como el
vicio, del mismo modo que el agente de policía debe
ser tan a-stuto como
el
ladrón. Todos nosotros de–
bemos ser cándidos
y
desconfiados, y debemos tener
la penetración para juzgar, tan segura y rápida como
el golpe de vista. Por eso, hijo mío, somos todos vie–
jos ó envejecidos; pero estamos tan contentos de los
resultados obtenidos, que no queremos morir sin dejar
sucesores, y usted nos es tanto más caro á todos, por
cuanto que, si persiste en su idea, será nuestro pri–
mer discípulo. Nosotros no admitimos la casualidad