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que se encontraba en plena madur<Sz

y

vitalidad, jun–

to con ese espíritu aventurero que tan maraviilosa–

mente caracterizó Cervantes, y la propagación de la

fé, que llevaron á cabo con heróicos esfuerzos y pade–

cimientos y sacrificios enormes por todos los parajes

americanos los apóstoles de las distintas corporaciones

religiosas, infatigables prot-ectores del indio y verda–

deros civilizadores de estos pueblos. España dió á la

América su religión, su cultura, sus leyes, su espíritu,

su caballerosidad, su lengua, rica y armoniosa como

ninguna, y hasta su vida y su sangre. ¿Qué más pudo

darle?

Cierto que se cometieron abusos y atropellos du–

rante su_dominación, que no hay más remedio que re–

Gonocer; pero creo que merecen alguna rebaja y ate–

nuación, porque la mayor parte de ellos,

culpa

fu eron

del tiempo

y

no de España;

y si se compara su coloni–

zación con la de otras naciones en punto á crueldad y

malos tratos, aparece la más humanitaria del mundo.

Antes de rematar este largo y fastidioso capítulo,

para que desaparezcan los amargores y resabios de mi

desaliñada prosa, transcribiré las hermosísimas pala–

bras de uno de los escritores más elocuentes y profun–

dos del Perú independiente y uno de los más eélebres

estadistas.

<<El Irr1perio de los Incas, á quien Dios envió á

reunir y preparar estos pueblos, para que recibiesen

la alta doctrina de Jesús, había llegado al mayor gra–

do de prosperidad y de adelanto posible, atendido su

aislamiento. Los principios fundamentales sobre que

Dios ha establecido el orden. del mundo moral, eran su

legislación. La tierra estaba arada ya y dispuesta pa–

ra recibir el Evangelio.

¿Pero cómo había de llegar á

ella el misterioso grano? Este era e] secreto de Dios.

La unión de los reinos de Fernando

é

Isabel y la con–

quista de Granada, habían formado una potencia en

que brillaba en todo su esplendor la

de Cristo, libre

ya de la sombra musulmana y cuyo poder creció cada