-55-
que se encontraba en plena madur<Sz
y
vitalidad, jun–
to con ese espíritu aventurero que tan maraviilosa–
mente caracterizó Cervantes, y la propagación de la
fé, que llevaron á cabo con heróicos esfuerzos y pade–
cimientos y sacrificios enormes por todos los parajes
americanos los apóstoles de las distintas corporaciones
religiosas, infatigables prot-ectores del indio y verda–
deros civilizadores de estos pueblos. España dió á la
América su religión, su cultura, sus leyes, su espíritu,
su caballerosidad, su lengua, rica y armoniosa como
ninguna, y hasta su vida y su sangre. ¿Qué más pudo
darle?
Cierto que se cometieron abusos y atropellos du–
rante su_dominación, que no hay más remedio que re–
Gonocer; pero creo que merecen alguna rebaja y ate–
nuación, porque la mayor parte de ellos,
culpa
fu eron
del tiempo
y
no de España;
y si se compara su coloni–
zación con la de otras naciones en punto á crueldad y
malos tratos, aparece la más humanitaria del mundo.
Antes de rematar este largo y fastidioso capítulo,
para que desaparezcan los amargores y resabios de mi
desaliñada prosa, transcribiré las hermosísimas pala–
bras de uno de los escritores más elocuentes y profun–
dos del Perú independiente y uno de los más eélebres
estadistas.
<<El Irr1perio de los Incas, á quien Dios envió á
reunir y preparar estos pueblos, para que recibiesen
la alta doctrina de Jesús, había llegado al mayor gra–
do de prosperidad y de adelanto posible, atendido su
aislamiento. Los principios fundamentales sobre que
Dios ha establecido el orden. del mundo moral, eran su
legislación. La tierra estaba arada ya y dispuesta pa–
ra recibir el Evangelio.
¿Pero cómo había de llegar á
ella el misterioso grano? Este era e] secreto de Dios.
La unión de los reinos de Fernando
é
Isabel y la con–
quista de Granada, habían formado una potencia en
que brillaba en todo su esplendor la
fé
de Cristo, libre
ya de la sombra musulmana y cuyo poder creció cada