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servidumbre, qtie las leyes que fuesen en favor de los
indios se ejecuten sin embargo de apelación; que no
seari sacados de sus provincias y tierras, que se emplee
á
los indios en sus labranzas, oficios
y
ocupaciones na–
turales; que no se les ocupe en trabajos que entrañen
peligro de vida; que sean enseñados
e~
la religion cris–
tiana y lengua española; que sean castigados con ma–
yor rigor los españoles que ofendiesen
á
los indios,
que si el mismo delito se cometiese entre españoles.
Se les permitía, en fin, á los indios casarse, mudar de
domicilio, adquirir bienes, comerciar libremente, apren–
der oficio mientras no tributasen y la facultad de dis–
poner de su propiedad por testamento. (Vid. Estado
Social del Perú durante la dominación española, por
J.
Prado y Ugarteche).
Examinando, pues, imparcialmente estas justas
y
sapientísimas leyes, podemos afirmar con la mayor
complacencia y satisfacción, que son las mejores del
mundo, aunque las comparemos con las actuales sobre
este particular; pues el principio fundamental de todas
ellas, <<de considerar al indio como súbdito natural del
Soberano de la madre patria, como lo era el español,
no ha sido reconocido por ninguna otra potencia colo–
nial en el siglo XVI más que por España>>. Aquella
política de
a
i1nilación,
fruto de un criterio
c~istiano,
de igualdad fundamental de todos·los hombres, y que
aun hoy no admiten muchos pueblos respecto de las
razas que consideran inferiores, es una de las glorias
más puras de España, tan calumniada como poco
comprendida en su obra colonizadora. En país alguno
del mundo, en los siglos XVI y XVII, fueron los indí–
genas de las colonias mejor tratados ni más humana–
mente considerados, que los colonos
españoles~
á
pesar
de ser bastante común
y
corriente entre los doctos
juristas europeos, salvo honrosísimas excepciones, la
teoría aristotélica de la esclavitud.
Es muy cierto que algunas de esas admirables
leyes no fueron cumplidas por los funcionarios espa-