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La prueba más palpable la tenemos en la misma

conquista~

El ejército numerosísimo de que disponían

los Incas pudo enterrar, si algún valor tuvieran, á

aquellos 177 españoles con puñados de polvo como

dice gallardamente un Cronista. Y no se diga para

echar por tierra este argumento, que los creyeren seres

sobrenaturales; pudieron creerlo al principio, pero

cuando los vieron morir en las refriegas al igual que

ellos, bíen pudieron sospechar que no estaban revesti–

dos de poder extraordinario alguno.

Aún después de la muerte de Atahualpa decreta–

da en mala hora por Pizarro, la resistencia que hicie–

ron los indígenas, á cuya cabeza figuraba Manco, fué

más bien una lucha á la desesperada que un verdadero

acto de valor

y

de energía. Si exceptuamos al célebre

Cahuide que peleó con el valor y el arrojo de los anti–

guos héroes, los demás indios apenas si dieron mues–

tras de que latía en sus venas sangre guerrera.

¿Cómo se

extrañan ~

pues, los encomiadores de la

sana moralidad del indio, de que no hubiera grandes

crímenes entre ellos, si ni valor ni arriesgo tenían para

cometerlos?

El indio. como dice Lo rente, no tiene el atreví–

miento del salteador de camino.::, y por eso no es para

los robos en grande. Mandad sin inquietud una carga

de plata con sólo el conductor, que llegará á su desti–

no. Si dejásteis olvidada una prenda valiosa en la ca–

lle ó en el campo, nadie se atreverá á tomarla. Pero

los objetos de poca monta los sustrae el indio de vues–

tra propia vista, casi de vuestras manos. Nada le ins–

pira el respeto á los bienes ajenos y todo le mueve

á

desconocer la propiedad, así es que no puede acercár–

senos sin robar algo, una bagatela, un harapo, un

utensilio de que ya no hacíamos aprecio; sacará la car–

ne y la yuca de la olla y ]a enterrará provisionalmente

en la cocina, escarbará la tierra para llevarse las pa–

pas que acaba de sembrar por nuestra cuenta , sin cui–

darse del considerable desfalco que su pequeño hurto