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de las filas del clero
y
tan sumamente
agitada que parecía como que estuvie–
se fuera de sí:
y
hubo de hacerla bajar
del presbiterio de la Basílica, porque
con la fuerte impresión recibida, había–
se confundido con el mismo Clero. Me
parece verla todavía, con aquellos ojos
estáticos
y
cristalinos, la frescura de su
rostro
y
vestida con humilde traje de
compesina. Me acerqué
y
le
hic~
este
breve interrogatorio:
Niña ¿de qué país eres tú?
Dé Alengon, se:ñor.
¿Cómo te llamas?
Maria Luisa Horeau.
~quá.ntos
años tienes?
U1ez
y
nueve.
¿Es
ci~rto
que tú estabas ciega?
Sí, señor.
¿Desde cuando?
Desde hace dos afios, por efecto de
una erisipela.
¿Y ahora ves tú?
Sí, señor, perfectamente.
Un buen sacerdote de su mismo pueblo
que estaba
(~erca
de ella, me agregó: el
certificado del médico, que la curaba,
declara que, por ser la lesión ol·gánica,
la ceguedad era incurable.
El breve interrogatorio era elocuen–
te.
Y
supe después por los médicos
de la oficina que la curación de esta ni–
fía de Alengon era una de las más ex-