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csos ticn•pos, presc indiend o por a hora ele las J ecretalcs

que estamos co nsid era ndo. Si pues, volvamos

á

decirlo, los

Papas no tuvieron ta l pode r, el crímen principa l del impos–

tor no ha con sistido, en impu tar epís tolas

á

Papas que no

las escribieron, lo que pudiera cali fica rse de erro r

in ocen–

te, en comparacion del eno rme y mui funesto de hab er h e –

cho creer, que tuvie ron

la autoridad que a pa recen ejer–

ciendo en las.fal sas decretalcs. De dond e resulta, que no

se d esco noce el valor de dichas d ecretalcs por ser fa lsas, si –

no que entre las razones que d emuestran su fal sed ad, una

d e ellas es, que en la é poca de que hablamos, los Pap"a s no

tenian la au toridad que se habia menester, para que e n sus

d ecretales hubiera e1 derecho y va lor que se suponen. Y si

l'a autenticidad de esas e pístolas sería un anacronismo, le–

Vd ntar sobre este la lejitimiclad d el d e recho·, sería el mayor

de los a bsurdos.

1.5.

Ni la tuvieron en el sig'lo en r¡ue se frag uo la un–

poslltTa.

Los mismos cmialistas convienen, en que la im po"stura no

pasó mas a tras del sig lo 8.

0

Y ¿cuá l es el juicio que debe

formarse de este siglo? A l hablar de é l Mabillon, monj e

docto y erúdi to, d espues ele ¡)l"esentar d etalladamente el

,triste estado de la Europa, pasa

á

lamentarse del gran a tra–

so de las letras, y dice que "con p ocas excepcion es, los mo·–

nume ntos que h an quedado, especialmente. en la historia ,

son cento nes incoherentes de una impe1·icia anch·ajosa:"

á

los autores d e estos monume ntos los califica d e

sucios.

•E s te

siglo, el siglo 8.

0

escojió I sid oro para fabricar sus impos–

turas, h asta que otros aprovecháran el espues la oportunidad

ele publica rl as. La opinion que pudieran tener los clihi–

gos y monj es, ún icos literatos aun que

á

su modo, y ún icos

maestros d e los pueblos, n o podia ser co nforme á doctrinas

qu e no g uardaban arrnonia con los

n1onumcntos

existentes,

es d ecir, con las actas de los Concilios y las obras de

los

P adres.

Luego la enseñanza del impostor no era j en uina

es presion del concepto qu e en tonces podia tenerse <.l e la au–

toridad papal.

En tal caso, la oh ra d e I sidoro cl ebia cau–

sa r una

sorpre~a;

porque nadie habría c reido, c1uc h ubiera

alg uien en

la

Ig lesia, capaz d e tanta impudencia. Pero Tsi-

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