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dcs6rdcn en la Iglesia,
la
potestad eclesiástica pcrdcria
su autoridad, y no habria principio ni regla fija de pro–
cedimiento. ¿Que se diria, Exmo. Señor, de un Arzobis–
po
ú
Obispo, que no contento con lo que hizo n antece–
sor en el Episcopado, diese una declaracion de nulidad,
y
pretendiese hacerla obligatoria para el Gobierno de
la República? Y si este hecho escandalizaría ¿como se
pretende que yo acepte la dcclaracion de nulidad hecha
por el actual Gobierno? Jamas he creído que el decreto
en que se anularon los actos del General Pezet fuera es–
tensivo :í.los asuntos eclesiáticos; y si expresamente se
hubiera declarado así, habría pedido del Gobierno la re–
vocacion de sus disposiciones, para poner
á
salvo la in·
dependencia de la Iglesia.
Estas razones, cuya fuerza conoce V.
E.
mejor que na·
die, por sus profundos conocimientos en las leyes del pais,
demuestran de una manera evidente que el
exequatU?·
dado :í.
la Encíclica
Quanta czwa
es válido en la actua–
lidad, y que no ha podido ser anulado de ningun modo.
· Convencido yo de esta verdad pude hacer uso de eso
exequatm·
sin la venia del Gobierno; pero como be di·
cho :í.ntes, por conservar
la
armonía entre la Iglesia
y
el
Estado, y dar al Jeje Supremo pruebas de la deferencia
con que trato y he tratado siempre á los poderes consti·
tuidos eu el país, le pregunté si se podria proceder
á
la
publicacion del Jubileo. Su contestacion afirmativa
m~
hizo pensar que él y yo estabamos de acuerdo en cuanto
:í. la validéz del
cxequatw·;
pero me babia engañado. El
Gobierno se declara sorprendido: dice que procedió sin
conocimiento de causa, 6 lo que es lo mismo con preci·
pitacion; y de esto, que es falta suya, deduce argumentos
para probar que soy delincuente,
y
para imponerme pe–
nas. ¿De qué lado están, Señor Excmo., la razon
y
la jus·
ticia?