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del Verbo con la naturaleza humana, y de este Vt-rbo

humanado, C risto, con la Ig lesia, su mística esposa? L os

tiempos qu e corren son calamitosos. H oy el desa rrollo

de los

intereses mate1'iales.

que avasalla los del espíritu ,

ha conducido de precipi cio en precipicio á gra n núme ro

de naciones cultas de E uropa, cuyos extravíos hemos

de seguir forzosamente, como estamos sujetos al uso de

sus in ventos útiles y hasta de sus frívolas

y

costosas mo–

das.

¿Qué sucede, señores? G ran parte de esas cultas na–

ciones ha olvidado la idea cristiana del matrimonio, ba–

se de la familia cristiana, y lo ha red ucido á la triste ca–

tegoría de un contrato civil, rescindible por su naturale–

za, por más que el derecho natural lo contemple indiso–

luble por sus fin es. E l hecho triste de la repetición de

los divorcios y aptitud de los cónyuges. divorciados por

la ley civil, para contraer nuevas nu pcias se repite en e–

sas naciones ta n adela ntadas en cul tura, con harta, do–

lorosa y desastrosa frecuencia. L as consecuencias de es–

te mal están muy de manifiesto: la mujer es generalmen–

te víctima de esta· li bertad

y

la prole, casi siempre. La

Iglesia, representada por sus Pontífices, no ha podido

tra nsar nunca con la iniq uidad. Si un rey, que mereció

por su doctrina y su celo el título de

Defensor de la fe,

llevado hoy sin d erecho por sus sucesores, pretendió anu–

lar su ma trimonio, instigado por pasiones brutales, que

ensang rentaron una y otra vez el cadalso, y amenazó al

P ontífice con la separación de la obediencia de él y de

su reino, logró ó no su intento, dígalo la reforma protes–

tan te de

Ingl aterr<~.

que no reconoce más hon rada cu na;

dígalo la sangre d e Obispos, sacerdotes, nobles

y

plebe–

yos, que salpicó

y

hast;~

inundó el lecho tantas veces

nupcial de E nri que V III. Los Pontífices R omanos no

vacilaron ante el deber;

y

con su resistencia salvaron

á

la sociedad cristiana del naufragio, que la amenazaba en

su misma cuna, como ya la había salvado el gran Pon–

tífice Inocencio I II en su cruzada con tra los disociado–

res Albigenses. quienes comenzando por negar los prin–

cipales dogmas d e la fe

y

desco nocer los sacramentos,

que preserva n el alma de frecue ntes caídas, se entrega–

ron á todo linaje de d isolución en las costumbres, pro–

bando así lo q ue ha dicho un notable escritor católico: