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CUARTO DOMINGO

en todos t!empos:

Domine, salva nos, perimus:

Señor, so–

mos perdidos, si vos no nos salvais; la 1glesia ha visto pe·

r ecer

á

todos sus enemigos en Ja tempestad que éllos mis–

mos hab ian excitado. Los fuegos del horno han consumi–

do á los que los habian encendido; y cuando todo parecia

estar desesperado, la' Iglesia ha visto renacer la calma. Se

puede decir que la historia del milagro que refiere elevan·

gelio de este dia es una imá gen

y

un diseño del que Jesu–

c risto hace todo los dias en favor de la iglesia. Los cris–

ti anos casi

á

toda hora se hallan combatidos de la tenta–

cion como un baxel de la telT\pestad. Este es especialmen–

t e el tiempo de llamar

á

Jesucristo en nuestro socorro,

y

decirle:

Domine, salva nos

,

perimus:

Señor, si no nos so–

correis , somos perdidos. Volvamos

á

nuestro evangelio.

Los discípulos van á Jesus asustados

y

le despiertan,

diciéndole: Señor, venid presto á socorr

Kas

,

mirad que

perecemos; si no nos salvais vos, somos perdidos. Y el Se–

ñor, que quería que le rogaran, les respondió con un ay re

tar . ul e

y

apacible, que daba

á

entender que el sueño na–

tur

,.,

~pero

voluntario, no le habia impedido la vista del

r iesgo que habia determinado hacer cesa r por medio de

un insigne milagro;

y

les dixo: i,Qué temeis?

i

dónde está

vuestra fe? Por poca que tengais,

i

qué teneis que temer,

estando

yo

con vosotros?

Aquí

no condena Jesus los rue ..

gos de sus discípulos , sino su poca firmeza

y

confianza.

Las tentaciones, las persecuciones, los di versos acciden-.

tes

de~

vida bien pueden intimidarnos

y

agitarnos, pero

basta una palabra del Salvador para

ser~nar

la tempestad.

Si no lo hace siempre tan presto como yo quisiera, lo ha–

ce siempre cuando me conviene

y

yo no pongo embara–

zo. Parece que el Señor duerme cuando dexa

á

sus

escp–

gidos,

á

sus

discípulo~as

amados,

á

su misma Iglesia

en la tribulacion

y

en 1 s adversidades; pero su paciencia,

que nosotros tenemos po

sueño, no es involuntaria. Dios

no permite las adversidades

y

los accidentes tristes de la vi·

da sino para sacar de éllos su gloria

y

nuestro provecho.

'En efecto,

a~énas

hubo hecho el Salvador esta pequeña re–

convencion a sus discípulos, cuando se levaFHa, habla co–

mo Señor al viento

y

á

las olas, les manda que se apla–

quen;

y

en el mismo instante calman las olas

y

cesa la

tempestad.

Con

este prodigio el temor del naufragio

y

de