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Libro Nono

Capítulo XXVI

H

ASTA EL AÑO DE

mil y quinientos y sesenta, que

yo salí del Cozco, y años después, no se usa–

ba dar vino a la mesa de los vecinos (que son los

que tienen indios) a los huéspedes ordinarios (si no

era alguno que lo había menester para su salud),

porque el beberlo entonces más parecía vicio que

necesidad; que habiendo ganado los españoles

aquel Imperio tan sin favor del vino ni de otros re–

galos semejantes, parece que querían sustentar

aquellos buenos principios en no beberlo. También

se comedían los huéspedes a no tomarlo, aunque

se lo daban, por la carestía dél, porque, cuando más

barato, valía a treinta ducados el arroba: yo lo vi así

después de la guerra de Francisco Hernández Girón.

En los tiempos de Gonzalo Pizarra y antes, llegó a

valer muchas veces trecientos y cuatrocientos y

quinientos ducados una arroba de vino; los años de

mil y quinientos y cincuenta y cuatro y cinco hubo

mucha falta dél en todo el reino. En la Ciudad de los

Reyes llegó a tanto estremo, que no se hallaba para

decir misa. El Arzobispo Don Gerónimo de Loaysa,

natural de Trujillo, hizo cala y cata, y en una casa

hallaron media botija de vino y se guardó para las

misas. Con esta necesidad estuvieron algunos días

y meses, hasta que entró en el puerto un navío de

dos mercaderes que yo conocí, que por buenos

respectos a la descendencia dellos no los nombro,

que llevaba dos mil botijas de vino, y hallando la

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